Árboles que crecen en el agua
He plantado un árbol este fin de semana. Ayer, mientras lo observaba, me pregunté por qué precisamente ese y no cualquier otro. ¿Coincidencia? ¿En serio? ¿No es la coincidencia la explicación que escogemos cuando nos quedamos sin explicaciones?
La historia arranca en algún otoño de la década del ‘80. No puedo recordar dónde ni por qué, pero andaba por un bosque cuando en un claro me encontré frente a un árbol que me dejó pasmado. Estaba como en llamas, con su follaje anaranjado y cobrizo iluminado por el sol.
Me acerqué, fascinado, y acaricié su tronco desconocido. Tenía el aspecto de una conífera, pero nunca había visto una conífera caduca. En un tiempo sin internet me llevó varios días averiguar que era un ciprés de los pantanos, un Taxodium.
Volví al otro día a visitar al gigante glorioso y busqué frutos. El otoño es un buen momento para recolectar semillas de árboles, en general. Me traje un bolsillo lleno de las pequeñas piñas del Taxodium y a la primavera siguiente las planté. Tengo este extraño don desde que era chico. No hago ningún preparativo. Solo tiro las semillas y las plantas salen en una o dos semanas. Hay una maceta en la cocina donde fui arrojando, sin más, las semillas de los morrones que usaba para cocinar. Fue más que nada para terminar con un pequeño debate doméstico acerca de este tema. Ahora es una frondosa selva de plantas de morrones. Fin del debate. Ya les contaré.
Pero las semillas de aquél ciprés de los pantanos no germinaron. Esperé un tiempo prudencial (es decir, un par de meses), y nada. Eran fértiles, ya había probado eso, pero no hubo caso. Me pasé ese verano dándole vueltas al asunto. Conseguí información de su hábitat y supe que viven con las raíces sumergidas en el agua. Entonces se me ocurrió una idea. A la siguiente primavera puse tierra en el fondo de una pecera pequeña y la cubrí con agua. Esperé que se asentara y planté las semillas en el barro. Tapé la pecera y la dejé en la terraza. Algo así como un mes después estaba llena de brotes de taxodios recién nacidos.
Por desgracia, y como es frecuente con ciertas especies, algo atacó a las plántulas en la base del tallo y al poco tiempo me había quedado sin nada. Nunca me había ocurrido algo así, y este árbol bellísimo quedó en mi consciencia como algo inalcanzable. Todos tenemos cosas inalcanzables. O eso creemos.
Por supuesto, podría haber comprado uno. Pero, salvo por un par de excepciones, prefiero que los árboles me lleguen siguiendo su propio y misterioso camino.
En los muchos años que pasaron desde que vi ese ciprés de los pantanos en el claro de un bosque, espléndido y multitudinario, me acerqué a muchos otros, siempre con idéntica admiración y con el mismo pálpito de que ese árbol no era para mí.
Entonces, la semana pasada recibí un mensaje de WhatsApp. Mi querida amiga Silvia había rescatado un taxodio del campo de uno de sus hijos. Que si lo quería. Me quedé mirando el mensaje sin poder creerlo. No solo porque era un Taxodium, sino porque mi nueva casa da a una laguna, con lo que podría plantar un ciprés de los pantanos justo donde más les gusta. Lo hice este domingo, temprano.
Es verdad, todavía queda por ver si el trasplante fue exitoso. Le tengo fe. Es un arbolito que nació y creció espontáneo, por lo que no le falta voluntad. Estará cerca de un ceibo que me regaló otra amiga. Conversarán sobre los mudos asuntos del agua. Tienen ese interés en común.
Fuera de esto, vengo a descubrir que la larga espera, una vez más, tenía sentido. A menudo forzamos las cosas. Queremos algo, y lo queremos ya. Pero la vida tiene sus designios. Si a los veinte años me hubieran dicho que la pecera iba a convertirse en una laguna y que el taxodio llegaría en el momento menos esperado y a la vez el más oportuno, probablemente, no lo habría creído. Pero solo por falta de experiencia; a esa edad, uno todavía puede darse el lujo de no creer.