Aquel tributo al otro King
Entre paréntesis, blues. Eso acompañaba a Potemkin, la banda que tenía en la adolescencia, en los afiches que hicimos hace un cuarto de siglo. La historia del género está llena de reyes: B.B. King, Albert King, Freddie King. Nosotros decidimos homenajear a un blusero apócrifo inspirado en una cadena de comida rápida, el célebre Burger King. Hasta hace unos años, en la esquina de Gallo y Güemes, había sobrevivido uno de esos pósters con el collage que incluía el retrato de un blusero anónimo que fotocopiamos y salimos a pegar con engrudo. En una de esas noches, recuerdo el cruce con una crew de raperos que terminó en una pequeña batalla de freestyle y a los abrazos, porque nuestra consigna era "Todo bien con todos". Me asombra pensar que en ese momento la cultura del hip-hop empezaba a emerger en Buenos Aires.
Mañana se cumplen 25 años del último concierto, el segundo o el tercero de nuestra breve pero inolvidable trayectoria, el Tributo a Burger King.La mitología alrededor de Potemkin decía que nos gustaba el cine ruso de vanguardia, pero los cineclubes no eran el mejor lugar para conseguir chicas. Entonces, habíamos armado una banda. Uno de los nombres que habíamos barajado era Imperial Blues Band, en un doble guiño a la hinchada de Racing y a una marca de cerveza. Pero Potemkin se impuso con la fuerza de un acorazado.
La historia de los blues está llena de reyes: B.B. King, Albert King, Freddie King.
Como efecto del revival que experimentó el género a principios de los 90, había empezado a escuchar blues y a estudiar el saxo alto, y pronto encontré en mis amigos Pablo Grosman, que luego estudiaría guitarra con Miguel Botafogo y Marcelo Mayor, y el Tano Tavella, eximio tecladista, esa complicidad necesaria en las pasiones musicales. Empezamos a ensayar con Marcelo Iglesias, "Gareca", temible delantero que tocaba el bajo, cantaba y había tenido un romance platónico con una de las chicas más lindas de mi escuela (quedó trunco porque ambos estaban de novios). Por un aviso en la revista Segundamano conocimos a nuestro baterista, Sebastián Monti, que era más grande que nosotros: trabajaba en una línea de colectivos y se parecía mucho al cantautor Ariel Leira. Pero nuestro pilar era el armoniquista Andrés Grinfeld, que había estudiado con el inmenso Luis Robinson y podía tocar a la perfeccción "The Creeper Return", un cover de Little Sonny que hacía La Mississippi. Lucía un cinturón de armónicas en distintas tonalidades, para desenfundarlas como un Lucky Luke musical. Las limitaciones técnicas del resto de del grupo, principalmente las del saxofonista, reducían las canciones a dos o tres tonalidades. El Sol y el La, casi siempre.
Para el concierto alquilamos el teatro del colegio, que antes había sido un cabaret y que, en las mañanas de los sábados de 1992, con mis compañeros de curso habíamos ayudado a reformar, removiendo alfombras rojas, picando paredes, sacando escombros.
Esa noche, entre el público estaban nuestros compañeros de escuela, padres y madres, amigos y colegas de Sometidos por Morgan, prestigiosos periodistas de la revista La Maga, que arengaban entre tema y tema. El guitarrista Mauro Apicella, que se transformaría en una célebre pluma de este diario, subió a tocar un blues en La.
Fueron doce canciones en total: versiones de clásicos como "Hoochie Coochie Man", de Willie Dixon; un cover de "La Bifurcada", de Memphis La Blusera; canciones propias ("Blues del domingo a la tarde", "Gareca´s Slow Blues") y un popurrí de canciones de moda (de Chayenne a Luis Miguel) interpretadas en clave de boogie-woogie.
Ochenta y tres personas pagaron su ticket, lo que nos dejó una ganancia neta de 249 pesos/dólares con los que recuperamos el alquiler del teatro, el sonido y el cátering: tres docenas de empanadas fritas de El Ladrillo. Atesoro ese momento como la más maravillosa de las aventuras. ¡Felices fiestas!