Aquel mayo lluvioso y ambiguo de 1810
¿Qué era esta tierra durante el virreinato? Tierra seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Jaurías de perros hambrientos. De aquella heredad infecunda se hizo una patria
Desde aquel 12 de octubre de 1492, cuando los indoamericanos descubrieron Europa, se establecieron los siglos coloniales. Se vivía estupendamente en las colonias rioplatenses. Era un país de jauja, el reino de las proteínas: las vacas y tropillas cimarronas se acercaban sin malicia, pisando los sembradíos hasta las puertas del aldeón llamado Buenos Aires. La historia no molestaba, éramos como ahistóricos, previos a la responsabilidad propia. Nos decidían. El mundo (con su Revolución Francesa, la flota británica, el mítico Napoleón) era lejano y ajeno, como la vida de los grandes vista desde el jardín de infantes. Tampoco nos importunaba la cultura o la metafísica. Dios estaba siempre a mano, entre San Ignacio, La Merced y el Pilar. En la confesión de los sábados, la ciudadanía de Buenos Aires, de Tucumán o de Córdoba quedaba purificada de los pecados, generalmente los de una sexualidad primaria. Parecíamos una sociedad diseñada por Botero: una señoría agallegada y rechoncha, como sotas de naipe. Ellas, según los viajeros, eran más pizpiretas y ambiciosas, pero ya a los veinte años tomaban aires de matronas. El ocio mataba. El viajero Essex Vidal observó una generalizada aversión al trabajo basada "en la creencia de esta gente de que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada".
No había en Buenos Aires adulterios inquietantes como en Lima. Ni conspiraciones. Éramos un virreinato tardío y de segunda. El poder no interesaba. Significaba ser empleado del Cabildo. Éramos la periferia remota del Imperio, no existíamos, éramos felices como adanes antes de la serpiente, antes de la "tentación de existir".
Proteínas gratuitas y espacio abierto. Era casi un paraíso: se vivía en la mesa, se moría en la cama. La protección colonial era total. Teníamos 200 años de quietud marginal. El mundo era una lejana historia de horrores. Nos manteníamos preservados de los sobresaltos de la cultura y de los abismos metafísicos. Nuestro erotismo era sosegado y matrimonial; casi el encuentro de dos camisones. El Dios de la iglesia de San Ignacio y de la Mercé cubría con sobras los espacios de nuestra breve y segura cosmogonía.
Cuenta el viajero Concolocorvo que vio caer un cuarto de res del carro de un carnicero y que nadie se ocupó de levantarlo: hubiese costado trabajo quitarle el lodo.. Después del copioso almuerzo de cinco platos (asado de costilla, pollos y perdices, pescado frito, cordero y puchero), sin contar entremeses y postres, los porteños caminaban hacia el Cabildo y desde allí hacia la alameda del Bajo.
Detrás del Fuerte (la Casa Rosada) y desde el alto del roquedal de tosca de la costa, espiaban las formas de las negras que lavaban ropa. Observaban el trabajo de los pescadores que arrastraban la red con dos caballos nadadores. Centenares de pejerreyes eran un vibrar de plata agonizante que se cargaría en las carretas de los vendedores.
A veces, en la noche, se acercaba subrepticiamente algún navío inglés u holandés. Sabían que bajaría el contrabando: licores, ropa fina, cigarros, cirios perfumados, cuchillos alemanes, escopetas, anzuelos. Y la pornografía: calzones venecianos, álbumes con los dibujos de la doncella dormida y el caballero enmascarado, libros de Voltaire y de Rousseau.
Después, esquivando los pozos en el barrial, volvían para la tertulia en el café de Marco. Hablaban de toros, de los acomodos en el Cabildo, de la arrogancia del virrey, de mulatas y comidas. Luego, la cena en alguna fonda con "cocinero francés".
¿Qué era entonces la Argentina? Tierra seca. Polvareda lejana de ganado cimarrón. Batallas de ejércitos de perros hambrientos. Lodazal del litoral: tardes enteras luchando por salir del zanjón. Cielos de tormenta. Solazos rajantes. Amenaza del indio, del puma, de la duda. Postas miserables con agua turbia y un apenas de charqui en la fiambrera.
¡Hacer una patria de aquella heredad infecunda! De aquel espacio que por entonces era sólo desierto.
En esas distancias, hoy todavía poco humanas, el poder político era teoría. La espada parecía hacer trazos en el agua: se imponía apenas el tiempo de asentarse la polvareda del batallón de paso. Luego el silencio de siempre devorando el ruido de cascos y de vainas de latón. Otra vez leyendas de tigres cebados, indios irredentos y jaurías de hasta tres mil perros salvajes persiguiendo las mensajerías. Traqueteos, tumbos, chiflidos, gritos de postillones y los pobres abogados, funcionarios y sacerdotes fundadores, con sus levitas blancas del polvo del erial.
Caer en el Tiempo, ser Historia. No querían saber nada de la vida colonial. Lo más ofensivo era que más allá del río Colorado nuestro virreinato de adobe no figuraba en los mapas de las cancillerías de los países serios del mundo. Apenas una indefinida segregación transoceánica de España. México, Lima existían con rostro subimperial, con catedrales, con prestigio. Hasta nuestros ralos indios carecían del homenaje de historiadores, como pasaba con los incas, aztecas, mayas, gente de pirámide, alta matemática y cosmologías.
La presencia de los ingleses prisioneros de las invasiones fue un revulsivo cultural. Puso en evidencia, sobre todo entre las mujeres, el hecho de ser "españoles periféricos". Un mundo como irreal, al margen del Mundo.
La placidez del limbo colonial no daba para más. Los criollos de entonces ya no respetaban la sabiduría de Cicerón: "No entiendo a quien estando bien pretenda estar mejor". Querían ser. No más dejarse estar. Querían a cualquier precio las perversidades, sobresaltos, deliciosas vanidades del hombre caído en el Tiempo. Querían ser protagonistas de ese sangriento, pero fascinante melodramón llamado Historia. Lo lograron a partir de aquel mayo lluvioso y ambiguo de 1810.
Decidieron nacer, con admirable coraje e irresponsabilidad. Primero los abogados, sacerdotes revoltosos y periodistas con sus sueños y odios jacobinos. Por último, los generales definidores, San Martín, Bolívar, Belgrano, Sucre. Con la insolencia de un vértigo creador se fabricaron un Estado, una mitología de Nación y hasta una etnia flamante importada masivamente (de Europa, eso sí, como para aliviarse de una criollidad sobona, más proclive al estar que al ser).
Lo cierto es que se arrancaron del desierto y de la molicie y en tres décadas lograron entrar en el Grupo de los 7 (que existía, pero que no había sido todavía fundado).
El mismo tiempo, más o menos, que hoy estamos empleando para demoler la Argentina.
El autor, escritor y diplomático, publicará próximamente Sobrevivir Argentina