Apuntes al paso. Una tregua entre poemas y verde
Un vivero, unos herbarios, el juego de la escritura: cada cual inventa sus refugios en tiempos de tormenta perfecta
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Afuera, las tormentas que atraviesan la ciudad, el mundo, la vida. Adentro, los hilos amables que van tejiendo una tregua.
Es sábado por la tarde y participo en uno de los talleres que suele dar la escritora Cristina Macjus. Conocida por su trabajo en el campo de la literatura infantil y juvenil, Cristina también sabe crear este tipo de remanso: un encuentro de unas horas, una inmersión en el mundo de los herbarios y de las voces poéticas que los visitaron. En el taller participamos unas ocho mujeres. Hay té sobre la mesa, una lata con galletas, circulan de mano en mano poemas de Roberta Iannamico, María Teresa Andruetto, Gloria Fuertes, Estela Figueroa. Bromeo y pienso que solo nos faltan polisones y faldas de seda para convertirnos en damas decimonónicas. El influjo de Emily Dickinson, cómo que no, se hace sentir.
Nos rodean el silencio y los tiempos sinuosos del mundo vegetal. Macjus eligió dar el taller en un rincón de La Casa Vivero, un espacio con magia propia, un secreto bien guardado del barrio de Villa Ortúzar.
Hace un rato, antes del té y los poemas, Daniel Ridolfi, uno de los hermanos que llevan adelante este emprendimiento dedicado a las plantas tropicales y exóticas, nos ofreció una pequeña recorrida por el lugar.
Porque están las plantas, pero también el hogar. El vivero respira en el corazón de una de esas casas típicas del Buenos Aires de principios del siglo XX: patio generoso junto a galerías y paredes que asistieron a los juegos de los Ridolfi actuales, preservaron las inquietudes de su padre –fotógrafo y naturalista, apasionado por las plantas tropicales–, y fueron materia fecunda en las manos de un bisabuelo zapatero y pianista.
“Más que una herencia, nosotros decimos que esto es un legado”, comenta Daniel al pasar junto al árbol de café, enorme, plantado por su padre. Lo acompaña un intrincado tapiz de plantas acostumbradas al calor que sin embargo ahí están, tan orondas, en pleno invierno porteño. Se protegen unas a otras, nos dice. La naturaleza se sostiene más en los vínculos solidarios que en la lucha competitiva, explica. “Ahí tenemos la maternidad”, anuncia mientras señala un sector donde varios ejemplares exhiben pequeños retoños. Los alimentan, precisa Daniel.
Cristina nos habla de la tradición de los herbarios. Nos muestra imágenes de versiones muy antiguas, algunas medievales, hermosas tanto en el esfuerzo por reproducir a la perfección alguna planta –o dejar asentado su descubrimiento– como en la libertad que se tomaban aquellos remotos naturalistas para imaginarlas con ojos, bocas y algún tipo de vida no tan vegetal.
Y así volvemos, de regreso a la pequeña estancia vidriada que mira hacia la selva en miniatura que acabamos de recorrer, sentadas a la mesa pero todavía con algunos de los nombres deslizados por Daniel vibrando como en un eco: plumeria, rosa del desierto, bromelia, tillandsia.
Cristina nos habla de la tradición de los herbarios. Nos muestra imágenes de versiones muy antiguas, algunas medievales, hermosas tanto en el esfuerzo por reproducir a la perfección alguna planta –o dejar asentado su descubrimiento– como en la libertad que se tomaban aquellos remotos naturalistas para imaginarlas con ojos, bocas y algún tipo de vida no tan vegetal. Luego nos invita a recorrer variantes más ligadas a la tradición moderna: menos fantasía, más positivismo, tallos, hojas y flores prensados y preservados en prolijas hojas de cuaderno. Y claro, hete aquí que asoma el herbario de Emily Dickinson, joya que la Universidad de Harvard digitalizó y puso a disposición del público en internet.
Cristina nos anima a crear algunos herbarios. Nos reparte unos sobrecitos de los que salen, ya prensadas, hojas, ramas, flores. Múltiples colores, tantísimas formas. “¿Dónde los conseguiste?”, pregunto maravillada. “Caballito”, responde con una sonrisa. Una vez más, la certeza: la belleza está ahí nomás, solo hacen falta ojos para verla.
Yo era lo más insignificante de la casa/tomé el cuarto más chico/a la noche mi pequeña linterna/un libro/y un geranio, escribió Dickinson. Dispongo unos pétalos secos sobre una hoja. Allá afuera el mundo ruge, la vida tiembla, el telescopio Webb muestra honduras inimaginables. Y en cada modesto rincón, alguien enciende su propia linterna, un libro, algún geranio.