Apuntes al paso. Y así fue como un balcón me salvó
Tiempo, paciencia y cuidado: una tríada que la pandemia puso en valor y a muchos les sirvió para llevar a sus vidas el verde
- 4 minutos de lectura'
El año pasado, cuando se anunciaron las primeras, tímidas, excepciones al aislamiento estricto en la ciudad, el dueño del vivero que está a dos cuadras de casa sacó un pequeño grupo de plantas a la vereda. Todavía no estaba claro si su negocio efectivamente podía abrir o no; en mi memoria ese día permanece gris –¿fueron grises todos los días al comienzo de la pandemia?– y yo salía a hacer el escueto recorrido de las compras, casi habituada a las calles deshabitadas, la ausencia de niños, el silencio y la tensión expectante de aquellas jornadas.
Entonces vi la inesperada pincelada de verde, las macetitas un poco desprotegidas en la soledad de la calle, la persiana del vivero apenas entreabierta, el hombre y sus facciones escondidas tras el tapabocas.
Me acerqué, y todavía no sé por qué me quedé mirando un jazminero pequeñito. “Llevalo, está bárbaro, hasta le quedan pimpollos, ¿ves?”, se entusiasmó el vendedor.
La verdad es que pimpollos no había, pero no dije nada. Yo necesitaba creer; él, sostener la vida de su negocio. Me llevé el jazmincito a casa, preguntándome si una planta así podría realmente sobrevivir en las estrechas dimensiones de una maceta, en un balcón en séptimo piso, con sol intenso y viento que siempre se las trajo.
Pero hasta el momento, lo viene logrando. Los pimpollos que el señor veía y yo no, tardaron unos cuantos meses en llegar. Luego hubo una segunda tanda. Y por estos días –tras una mudanza de maceta que, supongo, le permitió respirar mejor– se viene la tercera: los botones asoman espléndidos, hinchados y apretados; se toman su tiempo, ponen a prueba mi ansiedad como quien agradece los servicios prestados pero aclara que las pautas y el ritmo le pertenecen.
Cada quién sabe qué le dio y qué le quitó este tiempo extraño que vivimos desde hace más de año y medio. En mi caso, la pandemia me obsequió un balcón. El mismo de siempre, a la misma altura, sobre la misma calle ruidosa. Pero ahora convertido en algo más parecido al jardín con el que alguna vez me permití soñar
Cada quién sabe qué le dio y qué le quitó este tiempo extraño que vivimos desde hace más de año y medio. En mi caso, la pandemia me obsequió un balcón. El mismo de siempre, a la misma altura, sobre la misma calle ruidosa. Pero ahora convertido en algo más parecido al jardín con el que alguna vez me permití soñar. Y resuenan las palabras de Hebe Uhart, el “arre, hermosa vida” que escribió al final de “Guiando la hiedra”.
En ese relato, Uhart, digna habitante de departamento con balcón en la jungla porteña, cuenta cómo cuida sus plantas y de paso reflexiona sobre el misterio, tan profundo y tan banal, de eso que llamamos vida. Pocos pueden salir airosos de semejante tránsito. “Me produce placer observar cómo crecen con tan poco –describe Uhart–; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida”.
Durante meses y meses de encierro, cuando no había más que pantallas y ruegos a la conectividad para que ni la corriente eléctrica ni internet se evaporaran, nuestro modesto balcón urbano me rescató. Y sé que algo parecido le pasó a mucha gente.
Por eso hace poco una amiga me mostró, con la alegría del que muestra un tesoro largamente anhelado, su última adquisición: el libro Loa a la tierra, del filósofo de origen coreano Byung-Chul Han. Allí el pensador plasma las reflexiones que le surgen mientras trabaja en su jardín. Entre otras cosas, destaca la importancia de un verbo más sofisticado de lo que suele parecer: cuidar.
“Esto de las plantas te está afectando”, me lanzó mi hijo en algún momento del año pasado. Estábamos en el balcón, yo le había mostrado cierto entrecruzamiento de ramitas y hojas, y le había dicho que así les gusta estar a ellas: más bien cerca, para contarse cosas. Por supuesto, el centennial no dudó en bajarme a tierra de un hondazo. Nos reímos los dos y me guardé el secreto. Porque sé que más temprano que tarde él también va a descubrir que todo lo que importa irremediablemente te afecta.