Apuntes al paso. Trazos antiguos, voces presentes
El arte de la caligrafía oriental encierra sorpresas, prácticas cercanas a la meditación y otros modos de entender el mundo
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Cada mañana, cuando las primeras luces asoman sobre París, dos hombres aprestan sus pinceles. Ignoro cuán cercano es su vínculo, más allá de la mutua pertenencia al mundo de las letras francesas. Pero sí sé –ambos lo contaron en libros y entrevistas varias– que la práctica del arte caligráfico, su modo de conjugar lo físico con lo etéreo, es parte de la vida de ambos.
Me refiero a François Cheng (Nanchang, 1929) y Atiq Rahimi (Kabul, 1962): nacido en China el primero y en Afganistán el segundo, radicados los dos en Francia y dueños de una obra escrita en francés donde brillan la delicadeza, la profundidad y el hondo trasfondo del encuentro entre culturas.
Además de escribir poemas, ensayos y novelas, Cheng y Rahimi son devotos de la caligrafía. Ideogramas chinos en un caso; caracteres árabes en el otro, y una misma dedicación, una suerte de meditación activa que se realiza día tras día, tinta, papel y respiración unidos en trazos que son más que huellas de lejanas escrituras: hay allí búsqueda plástica, conciencia corporal, indagación en el poder de la palabra en tanto legado, voz, misterio.
Pensé en estos dos autores hace unos días, mientras visitaba la muestra que el arquitecto, traductor y curador Héctor Olea (Ciudad de México, 1945) presenta en la galería Aldo de Sousa. Poco antes había asistido a la presentación, en el auditorio del Malba, de El libro del T’ao, traducción que el mismo Olea hizo del antiguo Tao Te Ching, publicada junto a 81 “fanerografías” (trazos caligráficos con los que el autor recrea algunas palabras del texto de Lao Tsé) y un pormenorizado relato autobiográfico.
La vida de Olea es, en sí misma, un despliegue de interacciones geográficas, políticas, culturales. Nacido en México (y desde un principio “rodeado de lenguas indígenas”, como se define él), el baño de sangre que arrasó la manifestación estudiantil reunida en la plaza de Tlatelolco en octubre de 1968 lo impulsó a abandonar el país. Tenía veintipocos cuando, tras esa decisión, llegó a la Argentina. Poco después, se instaló en Brasil.
Olea relata su periplo y es fácil imaginar el crisol que se iba formando en la sensibilidad del joven profesional que por aquel tiempo era: imaginería y voces nahuatl, español de México y giros rioplatenses, vértigo paulista, poesía concreta, intensidad, color.
También represión: el muchacho que había huído de la violencia estatal en su tierra de origen vivía ahora en un país sumido en una dictadura. “Aprender chino fue un modo de sobrevivir a la atrocidad”, cuenta al recordar la cadena de azares que lo llevó, por aquellos años iniciáticos, a caminar por las calles de San Pablo y conocer a quienes lo introducirían en una lengua muy otra, una más en su haber. “Soy arquitecto, me interesan el diseño, la estructura –explica–. En el chino cantonés encontré estos elementos plasmados en la misma lengua”.
Hubo un deslumbrarse, un aprender ideogramas, traducirlos, pintarlos. Mientras rememora este pasaje, Olea se refiere al soplo –algo de lo que suele hablar François Cheng–: cada grafía equivale a una respiración, a un gesto; es el soplo de la vida que inunda a quien sostiene el pincel y se plasma, luego, sobre el papel.
Hubo un deslumbrarse, un aprender ideogramas, traducirlos, pintarlos. Mientras rememora este pasaje, Olea se refiere al soplo –algo de lo que suele hablar François Cheng–: cada grafía equivale a una respiración, a un gesto; es el soplo de la vida que inunda a quien sostiene el pincel y se plasma, luego, sobre el papel.
Pasaron unas cuantas décadas desde que Olea dio sus primeros pasos en la lengua y las grafías orientales. Parte de ese recorrido vibra en las imágenes que se exhiben en la galería Aldo Sousa, emergentes del enorme trabajo de traducción que el arquitecto hizo con el Tao Te Ching. “Son 25 siglos de historia” alerta. Y destaca la importancia de haberlo traducido directamente del chino al español. Efectivamente, Olea, todo él una multitud de mundos en diálogo, encaró su propia interpretación de la escurridiza y bella sabiduría taoista.
“Al nacer uno es tierno y flexible”, decía el enigmático Lao Tsé; en cada gesto caligráfico, en su danza y ligereza, la gracia de lo que está vivo vuelve a hacerse presente, una vez más.