Apuntes al paso. Según pasan los años
El tiempo cobra otra dimensión en las series y películas que nos permiten crecer junto a los personajes que las protagonizan
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Dejé de ver series. Ninguna razón de corte estético, ideológico o lo que fuera; necesito dormir, tan simple como eso. Pero habrá una excepción, y esa excepción se llama Stranger Things.
Otra vez, los motivos pertenecen al estricto territorio de lo personal: Stranger Things –cuya cuarta temporada se estrena en mayo de este año– es la serie que venimos viendo juntos, mi hijo y yo. Hasta podría decir que le tengo un particular cariño a esta historia fantástica producida por Netflix. Y no solo por la delicia de los guiños, el código compartido, eso que ocurre cuando anda mal alguna conexión eléctrica, la lámpara del comedor titila de modo sospechoso y entonces mi hijo me mira, yo lo miro, y sonreímos porque ambos sabemos que no estamos pensando en los cortes de luz, sino en que se viene el demogorgón.
Y también están, claro, los años ochenta, la época en la que está ambientada la serie. El enorme regalo que me hizo Stranger Things fue que mi hijo dejara de contemplarme con la compasión que merece alguien criado, pobre, en el Paleozoico. ¿O sea que cuando yo era chica la gente se peinaba como en la serie? ¿Y escuchaba cosas como “Should I stay or should I go” en esos raros adminículos llamados casetes? Uau. Sorpresa. Deslumbramiento. La prehistoria también tenía sus encantos.
No obstante, siempre acechará lo agridulce; por caso, el paso del tiempo. Y resulta que le tengo un poco de miedo a esta nueva temporada: intuyo que será un espejo luminoso, el sello que vendrá a corroborar –¡cómo si necesitara refrendarse!– que el niñito con el que empecé a mirar la serie, en 2016, ya no lo es más.
Stranger Things comenzó siendo una historia protagonizada por cuatro chicos de doce años. Apenas un poco mayores de lo que era mi hijo cuando la empezamos a ver. Y qué más efímero que la infancia de un chico de doce años. Recuerdo una escena, en la primera temporada: Jim, ya convertido en padre adoptivo, le lee un cuento a Once. Los doce años: el tiempo de los últimos cuentos antes de ir a dormir.
No sé qué piensa él sobre esto (intuyo que tiene otras cosas en qué pensar, mucho más atadas a la pura intensidad del presente), pero mi hijo está creciendo junto a sus personajes favoritos. Junto a los actores que los interpretan. No sé qué piensa él, pero sí sé que a mí me pasa algo con este crecimiento en paralelo. Crecimiento en lo real, en la ficción, todo enredado. Hay una emoción ahí a la que no puedo terminar de definir.
Supongo que se parece a lo que nos pasó a todos aquellos que nos descubrimos contemporáneos de la trilogía que Richard Linklater inició con Antes del amanecer. Si hubo una generación que creció par a par con dos personajes y los actores que los interpretan, ésa fue la nuestra. Ethan Hawke y Julie Delpy. Se encontraron en Viena, en la piel de sus personajes, en el mismo tiempo en que, por este lado, descubríamos la letal intensidad de lo amoroso, lo apenas disimulado de la ingenuidad. Unos diez años después, ellos se reencontraban en París, con esa letalidad algo (no tanto) domesticada, las huellas de la adultez ya impresas en el cuerpo, en la voz, en las palabras. Y luego otra década, los mismos personajes, la misma dupla actoral, la vida que sigue su camino y los hijos, el trabajo, la certeza de que la eternidad solo existe a los veinte, la mediana edad que asoma por allí y va diciendo “hola, qué tal, querés que te cuente los cambiecitos que se vienen?”
La trilogía cerró en 2013, con Antes del anochecer. Julie y Ethan tan cambiados, tan hermosos. No es novedad: hay personajes que en la literatura, el cine, la televisión, se convierten en algo más que ficción. Son amigos, parientes lejanos, parte de la cofradía que nos ayuda a ser lo que somos. Pero ver lo que el tiempo, palmo a palmo, va haciendo con ellos inaugura otra dimensión. Lo que está ahí, ante nuestros ojos, es la fragilidad. Ese soplo delicado y breve. La vida.