Apuntes al paso. Memoria porteña contada en andaluz
En la voz de un español llegado en los años 50 se encuentra la sabiduría alegre de los que saben armarse una vida
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Tendría que estar pensando, me digo, en el sol deslumbrante de Sevilla, sus naranjos, en los ecos del cante jondo. Pero no. Manolo habla y ni siquiera el tintineo de su decir andaluz me hace viajar al otro lado del Atlántico. Viajo, sí, en el tiempo. Pero sin moverme de Buenos Aires.
Porque Manolo –Manuel Sánchez de la Rosa– llegó a esta ciudad comienzos de los años cincuenta. Por aquel entonces tenía 17, hoy ronda los noventa, y todavía se le encienden ojos y sonrisa al contar sus primeros pasos de extranjero por unas veredas que lo recibieron desde el primer día.
“La noche de Buenos Aires...”, me dice, y desfilan los recuerdos. La esquina de Corrientes y Esmeralda; la sastrería Costa Grande, donde consiguió su primer trabajo; la claque del Teatro Maipo, donde trabajaba por las noches, dale que va a los aplausos. Todavía existían los grupos de “aplaudidores” que, paga mediante, le ponían calor a las funciones, y al muchachito recién llegado del mar no le costó nada sumarse. “¡A los andaluces para aplaudir no nos gana nadie!”, exclama ahora, bajito y sonriente; se para, pone las manos en posición, bate palmas. Un bailaor.
Me cuenta que allí, en el Maipo, lo conoció a Adolfo Stray, estrella de la época de oro de la revista porteña y principal receptor de los aplausos del españolito claquero.
Manolo es encantador; imagino lo que habrá sido esa simpatía por aquel entonces. “Buenos Aires era una de las ciudades más elegantes del mundo”, afirma y le vuelve a brilla la mirada. Rememora los días en que aprendió el oficio del modelaje, la confección de trajes. “El porteño se vestía muy bien”, describe. “Salía a la calle bien vestido, pulcro, los zapatos brillosos”, sigue y recuerda a Gath & Chaves, a Harrods. A mí se me aparece una Buenos Aires en blanco y negro, el claroscuro elegante de las fotos de Horacio Coppola, brillos de neón, marquesinas y la calle Lavalle, las cúpulas, porte y talante de una urbe que se sabía poderosa. Lo que habrá sido ese chico –¿o chaval?– llegado de lo más triste de la posguerra y dispuesto a beberse cada gota de alegría que le brindara el Río de la Plata. Muchacho valiente, que viajó solito y solo en el barco, animoso como para jamás quejarse, humilde como para nunca pensar que su vida implicase algo parecido a la epopeya.
Muchacho valiente, que viajó solito y solo en el barco, animoso como para jamás quejarse, humilde como para nunca pensar que su vida implicase algo parecido a la epopeya.
A venirse a la Argentina lo había animado su hermano mayor, que también le transmitió el saber de la moldería. Ese mismo hermano lo ayudaría cuando, unos pocos años después, Manolo decidiera independizarse y crear su propia sastrería. Unos treinta años estuvo al frente de aquel negocio. La voz le tiembla de orgullo cuando recuerda las prendas que hacía, el taller que logró montar, la estrategia de publicidad: vidrieras en los pasillos de los subterráneos, en las que se exhibían los modelos más tentadores de sacos y camperas.
Se enamoró de una italiana, con la que tuvo una hija a la que nombra con palabras que son amor hecho sonido.
Las cosas venían bien hasta que una de las cíclicas crisis argentinas arrasó con todo. Fin del negocio. Fin del taller. Cambio de piel.
La aventura que siguió lleva también sus buenos 30 años de existencia y es este lugar donde ahora hablo con él. El faro de Vigo, restaurante de comida española, secreto a voces entre los que gustamos de estos sabores, alguna vez modesto bufet de la Asociación mutual de residentes de Vigo.
Si algo adoro en este hombre, es la sabia alegría con la que encara la vida. Nadie le regaló nada; él está agradecido por todo. “Yo tengo dos países”, me explica, convirtiendo en riqueza el inevitable dolor que se esconde tras cualquier desarraigo.
Más tarde cuando terminemos de charlar –comenta–, se dará una vuelta por el Rincón Familiar Andaluz: allí habrá –nuevo gesto de bailaor– una muestra de baile flamenco.
Tiene casi noventa años. Es hermoso. Y en los ojos todavía le asoma la mirada de niño deslumbrado por una ciudad que, rápidamente, lo tuvo entre los suyos.