Apuntes al paso. Madres, hijos y el don de la ternura
Por una razón u otra, en todas las épocas, la maternidad concentra discusiones y desafía los modelos ideales
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De algún modo, siempre está presente, pero en el último tiempo protagonizó con más fuerza la conversación cotidiana. En parte por el impacto que generó La hija oscura, la película de Maggie Gyllenhaal, quizás también por la expectativa ante el inminente estreno de Madres paralelas, de Pedro Almodóvar: lo cierto es que las confesiones, críticas, análisis y disecciones sobre lo que significa ser madre han venido estando a la orden del día.
En parte atravesada por ese clima, en parte impelida por un trabajo que me obligó a revisar algunos libros dedicados a la historia del arte, me reencontré con un bello volumen que Blume publicó hace unos diez años: 40 grandes artistas retratan a sus madres, de Juliet Heslewood. En su momento el libro me había gustado; esta vez (¿será por la sumatoria de años de maternidad que vengo acarreando?) me hipnotizó. Es la mirada de ellos, los hijos, sobre quienes les dieron vida. No podría decirse que estén todos, pero hay unos cuantos apellidos notables: Picasso, Durero, Chagall, Cézanne, Van Gogh. En la mayoría de los retratos las madres ya son mayores, parecen serenas y lucen manos anchas, esforzadas y plenas sobre el regazo.
Somos lo que nuestra historia y nuestras lecturas hicieron de nosotros. Sumergida en los retratos maternos, no podía evitar pensar en A contraluz, maravilla de Rachel Cusk que terminé de leer hace muy poco. Allí Angeliki –uno de los tantos personajes que le cuentan sus impresiones a la narradora, una escritora que viaja a Grecia para dar unos talleres de escritura– define dos modelos de maternidad. Por un lado, estarían las madres devotas, consagradas a sus hijos hasta el punto de vivir exclusivamente a través de ellos. Por el otro, una clase de madres que la tal Angeliki habría descubierto en Berlín: profesionales, elegantísimas, dueñas de cuerpos trabajados por el deporte y de vidas en las que el cuidado de la prole no les impedía estar al tanto del último lanzamiento literario o asistir al concierto indicado. “Compaginaban su carrera, casi siempre exigente, con la familia, que gestionaban como si de una empresa de éxito se tratara”, describe con admiración Angeliki.
Mientras pasaba las páginas del libro de Blume, pensaba en Angeliki y en la madre que soy, en las madres que son mis amigas y conocidas: ni en uno ni en otro polo, ni reinas de la abnegación ni magas de la eficacia. Simples personas que vamos haciendo lo que podemos con el más desmesurado, tormentoso y decisivo de los amores humanos.
Pero el juego se reveló atractivo, y me gustó apostar a cuál de los polos maternos descriptos en A contraluz pertenecerían esas madres retratadas hace dos, tres, incluso seis siglos. ¿Expresión agotada y dulce? ¡Madre devota! ¿Gesto severo, aspecto impecable? ¡Maestra de la eficacia!
Gauguin solía decir que por sus venas corría sangre de salvajes; no obstante, pintó a su madre con delicadeza infinita. La ternura: qué otro legado sino ése se le puede dejar a un hijo.
Hasta que llegué a Paul Gauguin. Porque la madre retratada por el artista no es una señora esculpida por el tiempo, sino una jovencita. Gauguin el viajero no estuvo presente en el entierro de su madre, Aline-Marie Chazal, y la retrató tiempo después, a partir de una fotografía donde ella lucía casi adolescente.
Aline-Marie tenía madre célebre. Flora Tristán, la abuela de Gauguin, fue una feminista de las bravas, que en la Europa revolucionaria del siglo XIX se les había plantado a unos cuantos señorones para advertirles que si no incluían a las mujeres sus utopías no valdrían nada.
Descendían de una familia noble española que llevaba generaciones viviendo en Perú. Por eso, en un momento en que las cosas se habían puesto feas en Francia, Aline atravesó el Atlántico con sus hijos aún pequeños y se estableció durante seis años en Lima. Podría intuirse en aquel primer desplazamiento en brazos de su madre la futura pasión viajera del artista y la fascinación por lo exótico que marcaría su obra.
Gauguin solía decir que por sus venas corría sangre de salvajes; no obstante, pintó a su madre con delicadeza infinita. La ternura: qué otro legado sino ése se le puede dejar a un hijo.