Las paredes también cambian de piel
Pintar los interiores de una casa o descubrir un mural callejero: distintos modos de honrar a esa rueda imparable que es la vida
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Pintar una casa no es cualquier cosa. Y no hablo solo del polvillo, la alteración de la rutina, el paisaje de escaleras, tachos y muebles arrinconados, el desorden de esos días de locura en donde una empieza a no saber dónde están los más esenciales utensilios domésticos, ni qué hacer con el estrés de la gata o el agotamiento propio y ajeno.
Sí, esta semana terminaron las obras en casa. Duró casi un mes –y debo decir que quien se ocupó de pintar cada uno de los ambientes del departamento fue puntual, riguroso, prolijo, sistemático y atento; quizás sea verdad que los ángeles existen sobre la tierra.
Pero insisto: tomar la decisión de pintar tu casa no es cualquier cosa, más cuando pasaron años, muchos, casi dos décadas, en los que ni pensaste en hacer semejante cosa. Y hete aquí que el trabajo que hace otro sobre superficies inertes –raspar las paredes, sacar viejas capas de pintura, poner un nuevo color– termina siendo algo que, de algún modo, te están haciendo a vos. Durante casi un mes vi, en medio del frenesí habitual, cómo se desprendían capas y capas de lo que fueron los últimos quince, tal vez veinte, años de mi vida. El pintor lijaba las paredes y algo dentro mío avisaba que se estaba produciendo un cambio de piel.
El gran síntoma –el más evidente, tal vez el más risueño– fueron los dibujitos de mi hijo. Todo el departamento estaba salpicado de diminutas inscripciones. Su historia, el niñito que fue, asomaba en este rincón, por aquella puerta, del otro lado del ropero. Trazos incipientes, garabatos, dibujitos hechos y derechos y el que –me parece– fue el último santo y seña: en un sector bastante escondido, una marca, su letra: “Iván, nueve años”. A esa edad medía hasta ahí: un guion en la pared en el que no consignó nada más. Probablemente pensaba seguir sumando marcas; evidentemente, se olvidó. Solo quedó el registro de su altura a los nueve, y confieso que por un momento se me cruzó pedirle al pintor que lo dejara así, y que también dejara intacto el dibujito que estaba en mi pieza, cerca de la cama: un extraño paisaje de isla, tormenta de un solo rayo y personajitos simpáticos al que hace un tiempo le saqué una foto que ahora desespero por encontrar.
Si mal no recuerdo, los primeros que me deslumbraron fueron los brasileños Os Gemêos. En un viaje a San Pablo, tuve la oportunidad de visitar el Museo de Arte Contemporáneo, y allí estaba: un mural deslumbrante, obra de esos hermanos que, como tantos otros, comenzaron a intervenir las paredes de su ciudad por puro impulso –al borde de lo ilegal–, y terminaron consagrados de un modo impensable en sus inicios.
Pero primó la cordura y, obviamente, ni le mencioné al pintor los reparos con los dibujos de mi hijo. Sus pinturas rupestres que ya no están, que se fueron junto a algún jirón de la piel de quien fui durante su infancia.
Casualidad o no, por el mismo tiempo en que el más joven de la casa andaba desplegando marcadores y lápices por todos los ambientes, descubrí las maravillas del street art. Las pinturas rupestres de nuestro tiempo, la más urbana, contemporánea, y al mismo ancestral, de las expresiones visuales. Nacido como grafiti, con cara de vándalo y cierto espíritu anárquico, devenido en un arte que el mercado no se iba a privar de captar (y ahí está Banksy para demostrarlo).
Si mal no recuerdo, los primeros que me deslumbraron fueron los brasileños Os Gemêos. En un viaje a San Pablo, tuve la oportunidad de visitar el Museo de Arte Contemporáneo, y allí estaba: un mural deslumbrante, obra de esos hermanos que, como tantos otros, comenzaron a intervenir las paredes de su ciudad por puro impulso –al borde de lo ilegal–, y terminaron consagrados de un modo impensable en sus inicios.
Adoro el desborde luminoso, efervescente y creativo de Os Gemêos. Me encantan los universos que se despliegan en las obras de la argentina Pum Pum, el también argentino Gualicho o tantos otros que aparecen en documentales como Beautiful losers o Next- A primer on urban painting.
Las ciudades son como las personas: ellas también hablan, se expresan, gritan, crean belleza en sus muros. Y, desde luego, cada tanto –¿o todo el tiempo, sin pausa?– cambian de piel.
En casa ya no hay un niño, sino un adolescente que ni se enteró de lo que la desaparición de sus grafitis infantiles generó en su madre. Está en otra; es pura epidermis nueva, materia del futuro. Lo bien que hace.