Apuntes al paso. En la senda del samohú
También conocido como palo borracho, florece a fines del verano; este año también lo hizo, mal que le pese a la sequía
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A Cristina Coroleu la conozco desde hace poco menos de quince años. El primer encuentro, llamémoslo así, fue a través de un libro. Un catálogo.
A fines de 2009, en el Centro Cultural Recoleta se realizó una bellísima muestra, curada por Sonia Berjman y dedicada a la obra del paisajista Carlos Thays. Recuerdo haber ido con mi hijo, que por aquel entonces era muy chiquito. Recuerdo que, en el marco de la exposición, se había instalado un mariposario en uno de los patios del Recoleta; con mi niño casi bebé nos sumergimos en ese mundo silencioso y frágil.
Recuerdo, en fin, que en el catálogo, entre textos, fotografías y material documental, aparecía la reproducción de unas acuarelas que capturaron mi atención. Así la conocí a Cristina.
Con una técnica cercana al Sumi-e japonés, Coroleu registraba las flores que Thays, artista de lo urbano, había soñado como parte de nuestras ciudades. Se sabe: la floración fue un detalle al que el arquitecto y naturalista francés prestó particular atención a la hora de plasmar sus proyectos. Gracias a él, las calles de Buenos Aires cambian de color –y del cuidado de este legado depende que lo sigan haciendo– al ritmo con que los árboles van floreciendo en las distintas estaciones.
Al poco tiempo de visitar aquella muestra, descubrí que Cristina había dedicado buena parte de su arte a recrear, justamente, la danza de esas floraciones.
En algún momento la entrevisté, intrigada por esa búsqueda, y a partir de ese momento se entabló una cercanía hecha de algún que otro té, charlas, recomendaciones de películas, intercambio de intereses, pasiones, preocupaciones.
Coroleu viene organizando, también desde hace años, “hanamis nativos”: encuentros en distintas plazas de Buenos Aires, al pie, según el momento del año, de los jacarandás, los lapachos, las tipas.
Inspirada por la práctica japonesa del hanami –la contemplación colectiva de las floraciones, en particular la del cerezo–, Coroleu viene organizando, también desde hace años, “hanamis nativos”: encuentros en distintas plazas de Buenos Aires, al pie, según el momento del año, de los jacarandás, los lapachos, las tipas. En todo este tiempo, nunca había tenido posibilidad de acercarme a alguna de estas pequeñas celebraciones. Pero la semana pasada decidí romper el maleficio.
La cita era en la plaza República del Perú, al lado del Malba. El árbol a honrar era el samohú o palo borracho. Convocaban Cristina y Karina Azaretzky, fotógrafa, docente y estudiosa del papel de los jardines en la historia del arte. Sería un encuentro nocturno: habría faroles de papel y el deseo de lograr cierto respiro entre el calor y el bullicio urbano.
Cuando llegué, divisé el lienzo que en cada uno de sus hanami Cristina deposita bajo las copas de los árboles, a la espera de que las flores plasmen su propio cuadro.
Descubrí, también, que este año sobre el lienzo habían caído menos flores de lo habitual. Bajo mis pies, crujían hojas que todavía no deberían estar secas, y recordé que durante todo el verano había estado pisando hojas secas, en las veredas del barrio, en el estacionamiento donde dejo el auto cuando voy a trabajar... todo el verano diciéndome a mí misma que en ciertos meses las hojas no deberían crujir bajo los pies de nadie, para inmediatamente pasar a otra cosa: las compras, el mail, lo cotidiano que empuja y obliga a no mirar.
En la Plaza República del Perú, el domingo pasado, las flores de los palos borrachos estaban desfallecientes. La belleza estaba ahí, pura y secreta prepotencia de trabajo: obstinados, decididos a seguir en pie y generar progenie, esos árboles seguían en pie. Pese al calor, la falta de lluvias, el clima que los estruja, bien que ellos lo saben.
Y la tierra, tan seca. Y nosotros, tan urbanos y acolchados entre aires acondicionados, refrescos y amenities.
El hanami empezó con un dejo de tristeza, pero terminó en la senda del samohú, árbol pariente del lejano baobab: aunque la vida pese, hay que seguir –nos susurraba–; dejar legado, perseverar en el presente. La belleza es un obsequio efímero, como prácticamente todo lo que nos rodea.