Apuntes al paso. El blues de los días que piden descanso
En una época cada vez más frenética, se impone buscar con cuidado los pequeños momentos de detención y silencio
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De tan recurrentes, olvidamos el sentido de algunas frases; por ejemplo, aquello de que no importa cuánto se viaje, cuán lejos o por cuánto tiempo: uno siempre se lleva –y no precisamente en el equipaje de mano– a sí mismo.
Este verano descubrí que algo similar puede aplicarse al ruido. No importa cuán gentil sea el hotel que nos cobije, ni cuán sereno se muestre el entorno o magnífico se asome el mar: el barullo interno, la ciudad introyectada –¿por qué Buenos Aires está cada vez más ensordecedora?–, el cansancio hecho estridencia pueden superarnos.
Y así me ocurrió, mientras desayunaba en el lugar de la costa que siempre elijo porque es el que mejor me sabe abrazar: no soportaba las voces de los otros, el ruido de las cucharitas en el café, el murmullo entusiasta de las conversaciones; ni siquiera podía tolerar esa otra zona de susurro blando, las reposeras que rodean el chapoteo en la pileta. Ni hablemos de la playa. “¿Me estoy volviendo misántropa?”: admito que lo pensé.
Como la ermitaña en la que a veces temo convertirme, me lancé a la búsqueda del lugar más solitario que se pudiera encontrar. Y lo hallé: un parquecito (algo así como el confín del hotel), semiescondido tras unos arbustos, lejos de las zonas de mayor sociabilidad. Verde pasto, verde hojas y un banco de madera y hierro –un viejo banco de plaza– discretamente instalado a la sombra de un árbol. Mi lugar. El rincón donde, al cabo de unos pocos días, sentí que me curaba.
“El mundo es un árbol/y nosotros las hojas/de sus ramas/un árbol erguido/que contempla las venas del cielo/un árbol perdido/que empuja hacia el centro del mundo”. Cómo no leer a Zéno Bianu en ese lugar, durante esa breve escapada en un hotel apacible, en las proximidades del mar.
Lo descubrí hace poco y, sin ser una especialista en estas cuestiones, me tienta pensar que Bianu es el más occidental de los poetas zen y el más zen de los poetas occidentales. Leerlo se parece a meditar.
Lo descubrí hace poco y, sin ser una especialista en estas cuestiones, me tienta pensar que Bianu es el más occidental de los poetas zen y el más zen de los poetas occidentales. Leerlo se parece a meditar. Una meditación extraña, nutrida de poemas en los que el autor tanto puede rememorar el impulso de los antiguos taoístas como hundir sus propias raíces en los disímiles ecos de Terrence Malick, Jack Keoruac, Chet Baker, Billie Holiday, Yves Klein.
Este último, Yves Klein, el artista irreverente, indefinible, alguna vez considerado neodadaísta, aparece intermitentemente en los poemas de Bianu. O, mejor dicho, lo que aparece es el “azul Klein”, el color que fue creación, obsesión, oda al vacío e incluso despilfarro en la obra del artista francés.
“En el fondo del azul/sí/ quisiste rezar/ sin descanso”, le escribe Bianu en un poema que habría que leer sumergidos en una de esas superficies más que azuladas, monocromo puro y duro que –intento comprenderlo, apenas lo intuyo– son para un espíritu como el de Zéno Bianu una invitación a hundirse en el misterio.
Levanto la vista del libro. No es azul lo que me rodea, sino un verde en absoluto monocromo. Un poco lo prefiero, como prefería Oliver Sacks los viveros de helechos, esos enjambres de mil y una tonalidades de verde sin ninguna flor, una fiesta de matices engañosamente similares.
En el parquecito –pasto verde, arbustos verdes– irrumpe la danza de dos mariposas. Son leves, gráciles, armoniosas. En algún lugar, dentro de la copa del árbol que me da sombra, un pájaro se hace escuchar. Un, dos trinos. Silencio. Hay un partitura aquí. Una filigrana. Aún en sus versiones más salvajes, pienso, la naturaleza posee una sutileza que a nosotros, los dueños de las palabras y el arte, se nos escapa.
Regreso a Zéno Bianu, a su poema azul Klein y su manera de abismarse en una tonalidad pura, propensa a un silencio como de otro planeta : “Tanto en el corazón del vacío/como en el corazón del hombre/hay fuegos que queman”.
Y sueño que me dice que puedo descansar, que lo mío no es misantropía. Que existe el derecho, delicado y efímero, a detenernos al menos un poco, muy de vez en cuando.