Apuntes al paso. Contra el apuro, un guiño taoísta
Mirar una antigua pintura china o releer el Tao Te Ching: caminos para recordar que la sabiduría no tiene tiempo ni fronteras
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Quizás el gusto por la pintura china comenzó por aquel tiempo. Se terminaban los años noventa, todavía nadie imaginaba la crisis que nos aguardaba a la vuelta de la esquina, yo descubría el tai chi.
Fue un tiempo breve, tranquilamente feliz. Dos o tres veces por semana atravesaba el umbral de una casa centenaria en Montserrat, saludaba a mis compañeros y a la gata gris del maestro, me despojaba por un instante de tanto apuro y tanta urbe, me hundía en el silencio de una práctica ancestral.
Supongo que ciertas experiencias tienen eso: son como una semilla diminuta, casi invisible, que a su modo nos cambia la mirada. Nunca más practiqué tai chi –demasiado apuro, demasiada urbe–, pero algo en mi manera de estar en el mundo había cambiado para siempre.
Lo sé cuando miro una pintura china: esos trazos ligeros; ese saber navegar entre lo alto y lo bajo, entre la luz y la sombra: tinta, papel de arroz y pincel para traducir el mismo flujo que traducen las formas del tai chi. No por nada François Cheng, el escritor francés de origen chino, cada mañana medita a través de la caligrafía, otra rama del arte oriental que también busca dialogar con el pulso íntimo de lo viviente.
Supongo que ciertas experiencias tienen eso: son como una semilla diminuta, casi invisible, que a su modo nos cambia la mirada. Nunca más practiqué tai chi –demasiado apuro, demasiada urbe–, pero algo en mi manera de estar en el mundo había cambiado para siempre.
La cuerda volvió a vibrar días atrás, cuando me sumergí en la versión del Tao Te Ching escrita por Ursula K. Le Guin y publicada recientemente en español por editorial Kôan.
Hablemos de maestros. Cuando en 2018 supimos de la muerte de Le Guin, muchos nos sentimos un poco más huérfanos. Y si me remonto a mis días junto al tai chi, sé que no llegué a esa práctica por Le Guin, pero que ella estaba cada vez que la comprendía un poco mejor. En aquella casa de Montserrat, junto a mis compañeros y maestro, cada tanto asomaba Gueden, el planeta que la escritora norteamericana había recreado en su novela de ciencia ficción La mano izquierda de la oscuridad. Gueden era, podríamos decir, un planeta taoísta.
“Los seres de este mundo/ existen, son;/ no hay que rechazarlos”, dice Lao Tse a través de las palabras de Le Guin. Y está claro por qué a esta mujer nacida en Berkeley, California, le interesaba el taoísmo: allí encontraba una mirada que fundía lo humano con lo no humano, un pulso aún más profundo que el que anima a lo que los occidentales llamamos “ambientalismo”
Así que aquí estoy, charlando con Ursula a través de la lectura. Y reencontrándome con la persona que fui en la época en que descubría que existía algo llamado Tao Te Ching, que había sido escrito por un tal Lao Tse hace unos 2500 años, y que buena parte de su sabiduría nutría los movimientos del tai chi que tres veces por semana me proponía otro modo de andar por la vida.
“Los seres de este mundo/ existen, son;/ no hay que rechazarlos”, dice Lao Tse a través de las palabras de Le Guin. Y está claro por qué a esta mujer nacida en Berkeley, California, le interesaba el taoísmo: allí encontraba una mirada que fundía lo humano con lo no humano, un pulso aún más profundo que el que anima a lo que los occidentales llamamos “ambientalismo”. Pero, además y sobre todo, intuyo que Le Guin acordaba con el modo sutil, tan secretamente corrosivo e irónico, con que el Tao Te Ching impugna al poder, en cualquiera de las formas con que éste se manifieste.
El primer Tao Te Ching que Le Guin tuvo en sus manos fue una edición de Paul Carus de 1898 que pertenecía a su padre. La escritora cuenta que una vez lo descubrió tomando notas y le preguntó qué hacía. Su padre le respondió que confeccionaba la lista de pasajes que le gustaría que se leyeran en su funeral. Años después, en ese mismo libro, ella marcó otros pasajes, los que corresponderían a su propia muerte.
Además de ser una enorme autora de relatos de ciencia ficción y fantasía, Le Guin fue poeta. Por eso su versión del Tao Te Ching ahonda en un aspecto a veces desdeñado en muchas traducciones. Lao Tse plasmó sus principios filosóficos en versos por momentos crípticos que, como los buenos poemas, aúnan sentido, misterio, belleza, sugerencia. Hay allí una voz que está más allá y más acá de la palabra habitual; son versos que convocan a un saber que no es el de la razón convencional. “Le hablan al alma”, dice Le Guin. E insiste: “Es el agua más pura de los manantiales más profundos”.