Apología del viaje iniciático
Fue costumbre de los jóvenes nobles europeos, entre los siglos XVII y XIX, emprender un largo viaje iniciático, sobre todo por Italia y Francia, entonces faros de Occidente, al que se conocía como Grand Tour, con objeto de adquirir experiencia en el conocimiento del mundo y que, indefectiblemente, dejaba una huella indeleble en aquellos espíritus juveniles.
Un arquetipo se halla en las Cartas a su hijo sobre el arte de ser un hombre de mundo y un caballero (1774) que el erudito diplomático inglés Lord Chesterfield escribió a su hijo durante sus varios años recorriendo las cortes europeas. Entre nosotros, el célebre militar, diplomático y escritor Lucio V. Mansilla fue alejado de devaneos amorosos y liberales que horrorizaban a su tío el dictador J.M. de Rosas mediante un largo periplo por la India, Egipto, otros países de Oriente, Londres y París, cuyas andanzas recogió en De Adén a Suez (1855). Otros viajes iniciáticos más recordados y próximos fueron el del Che Guevara por Latinoamérica y el de los Beatles en la India. Actualmente es habitual entre los jóvenes europeos reservarse un tiempo sabático a fin de “ver mundo”.
Hace medio siglo, cuando, en 1974, tenía 14 años, realicé un viaje iniciático que habría de transformar mi perspectiva del mundo. Mi padre, capitán de un buque mercante, liberal de espíritu y apasionado de las aventuras ultramarinas, tuvo la visión de que una prolongada travesía me inmunizaría contra los gérmenes extremistas que acechaban a muchos jóvenes argentinos de aquellos trágicos años 70.
En su austero pero muy marinero buque de imponente eslora, de los que en la Segunda Guerra Mundial integraron los convoyes que atravesaban el Atlántico infestado de submarinos nazis para abastecer a los aliados, emprendimos un recorrido de tres meses por Brasil, Curazao, Cuba, el Caribe, México y remontamos el Mississippi hasta Nueva Orleans. No recuerdo que mi padre me aleccionara de ningún modo acerca de lo que vi en las dos sociedades más opuestas de aquel periplo –Cuba y EE.UU.–, pero las experiencias fueron, aun para un adolescente, elocuentes e imborrables luego de 50 años.
Entonces Cuba, sostenida por la URSS, vivía un auge de sus relaciones internacionales, evidente en una bahía de La Habana desbordada de naves extranjeras, que debían aguardar varios días antes de conseguir amarrar, aunque desembarcábamos diariamente en lanchones. La simpatía política entre ambos gobiernos cargó nuestras bodegas de granos y de autos, de modo que el ingreso diario a la ciudad era por las calles portuarias y no turísticas, donde era imposible ocultar las generalizadas imágenes de la miseria, el abandono edilicio, la desnutrición, el trueque clandestino, la prostitución, el contraste con la minoría de la nomenklatura a la que estaban destinados esos vehículos argentinos, el opresivo control y los amargos diálogos con los desesperados cubanos.
Poco después, y en el otro extremo del espectro ideológico, la relación se invertiría: desembarcábamos a diario sobre el majestuoso río, atravesábamos las peligrosas y pobres barriadas de afrodescendientes –solo diez años antes se había prohibido la segregación–, hasta llegar a la espléndida Nueva Orleans, una de las ciudades más cosmopolitas de los EE.UU.
Las enseñanzas de aquel cotejo fueron evidentes acerca de quiénes querían vivir, cómo y dónde, hacia dónde querían ir los insatisfechos, y de que una amplia igualdad, aunque miserable, oprimida y sin porvenir, no podía competir con una igualdad imperfecta pero abierta al progreso que brinda la libertad.
Sin embargo, la mejor lección que me dejó aquella experiencia fue la relevancia del viaje en sí mismo, que existe un momento en la vida en el que lanzarse a ver el mundo sin sesgos puede enriquecer nuestra cosmovisión y signar el destino de nuestra existencia.
Diplomático de carrera