“Papá, no sé a quién votar”: ¿apatía o desencanto?
La campaña no parece haber ofrecido nada muy estimulante a quienes irán por primera o segunda vez a las urnas; cuando ven a los políticos en TikTok, se sienten subestimados
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“Papá, no sé a quién votar”. Millones de padres y madres escuchan eso en estos días. Jóvenes de entre 16 y 20 años, que irán por primera o segunda vez a las urnas, se muestran desconcertados frente a la oferta electoral. Pero ¿es desconcierto o desencanto? ¿Es que no saben o que no les gusta lo que ven? ¿Es desinterés o es que ningún candidato ha logrado articular un mensaje serio y consistente que entusiasme y motive a esa franja generacional?
Muchos jóvenes de clase media se asoman a sus primeras experiencias electorales con una mezcla de apatía y desconfianza. Cuando ven a los políticos en TikTok, se sienten subestimados, como si los candidatos creyeran que los pueden seducir con muecas y monerías. En esos mensajes abundan un lenguaje y una gestualidad impostados, que bordean más el ridículo que la frescura y la ocurrencia. Se infantiliza el discurso, se finge cercanía, se apela a un humor simplón y chabacano, como si eso sintonizara con una sensibilidad juvenil.
Tal vez los jóvenes valoren en los candidatos lo mismo que, en el fondo, valoran de un profesor o de los adultos en general: alguien que no sea condescendiente ni los trate como niños; que no intente parecerse a ellos, sino que ejerza su rol; que les hable con la verdad y no con ramplona demagogia. Creer que los jóvenes buscan a alguien que se “las haga fácil” no solo es subestimarlos; es no conocer a una generación que está conectada con el mundo a través del celular y de las redes, se resiste a ser llevada de las narices y sabe que se asoma a un futuro dominado por la incertidumbre y la complejidad, donde harán falta nuevas herramientas para destacarse y progresar.
La campaña no parece haber ofrecido, en ese sentido, nada muy estimulante. Los debates sobre la inteligencia artificial, la transformación del mundo laboral, el sistema universitario, la calidad de la escuela o el emprendedorismo digital lucen entre ausentes y alejados del discurso político. Cuando los candidatos intentan conectar con los jóvenes, lo que hacen es sacarse fotos con algún músico taquillero, simular cierta cercanía con el trap o repetir alguna muletilla susurrada por asesores para mostrar que conocen el lenguaje de los chicos. “¡Ah, reee!”, se le ha escuchado a alguno, en charlas armadas con adolescentes para un “videíto” en Instagram. Costaría encontrar algo que suene menos auténtico.
Quizá parezca exagerado y fuera de época, pero tal vez resulte útil, para los asesores de campaña, ver la entrevista en la que una periodista sueca le pide a Margaret Thatcher que dé un saltito (“a little jump”) frente a las cámaras de televisión. “Es simpático –le insiste–, una forma de ver el lado humano de los políticos. Hasta Gorbachov lo ha hecho”. La respuesta de Thatcher, dice Cayetana Álvarez de Toledo en su libro Políticamente indeseable, “es un seco y formidable alegato contra el populismo”: “No se me ocurriría hacer semejante cosa –le dice a la periodista–. Me parece una bobada y una puerilidad. Yo doy grandes saltos hacia adelante, no pequeños saltitos en estudios de televisión… Si diera un saltito, lo único que demostraría es que quiero ser vista como alguien normal o popular. Y yo no necesito probar nada… Tampoco quiero perder el respeto de quienes me lo llevan guardando durante tantos años”.
Tal vez los jóvenes esperen que los políticos les hablen con un lenguaje propio y sincero, no forzadamente “juvenil”, y que les presenten los desafíos y los problemas con la dificultad que verdaderamente tienen, no tratando de venderles un mundo fácil. El tono paternalista y demagógico con el que los candidatos suelen hablarles a los nuevos votantes puede ser una explicación del desencanto que late entre los jóvenes.
No todo se agota en esa retórica ramplona. Un sector del poder cree que a esa franja de votantes la puede comprar con bicicletas, notebooks y viajes de egresados, como si no les reconociera espíritu crítico ni la capacidad de ver, detrás de esos regalos, una intención electoral. Los viajes de egresados que regala Kicillof se han convertido en un tema de debate entre los propios beneficiarios: este año se agendaron todos antes de las elecciones de octubre, a diferencia del año pasado, cuando muchos se hicieron entre noviembre y diciembre. El regalo es completo: incluye una justificación de las faltas en el colegio. Y no solo está destinado a sectores que no pueden afrontar un viaje. En la mayoría de los casos, los chicos se pagan su propia excursión a Bariloche (generalmente en avión) y, cuando vuelven, preparan otra vez el bolso para hacer “el viaje de Kicillof” con empresas contratadas por la Provincia en un negocio cuyo costo global se desconoce. El Estado, entonces, no da la oportunidad de un viaje a quienes no podrían hacerlo, sino que suma un segundo viaje de egresados “a cuenta del erario público”. Que los chicos lo hagan no implica que no se den cuenta. Creer que los jóvenes de 16 o 17 años no advierten lo que eso tiene de oportunismo y de desigualdad es mirarlos con condescendencia y con un sesgo que, además de paternalista, es anacrónico. ¿Qué les ofrece el poder? ¿Asistencialismo, dependencia, tutelaje y sumisión? La “generación digital” podrá aprovechar los viajes, las bicicletas y las notebooks del Estado, pero vive en el siglo XXI: no come vidrio. En el fondo, valora las nociones de esfuerzo y de responsabilidad, aunque la vía del facilismo y la demagogia ofrezca el espejismo de la gratificación instantánea. Intuye, por lo menos, que entre el viaje de egresados que viene “de arriba” y los patrulleros que faltan en su barrio, la inflación galopante y el gimnasio de la escuela que se cae a pedazos, hay una conexión directa.
Cuando el poder intenta hablarles a los jóvenes, desnuda sus problemas de fondo: apela a la demagogia, al clientelismo y a la subestimación. En el mejor de los casos, reduce todo a una agenda que imagina cercana a la sensibilidad adolescente: medio ambiente, igualdad de género, protección animal. Pero también ahí muestra la hilacha. Cuando los jóvenes escuchan a ministros, gobernadores o al Presidente hablar en “lenguaje inclusivo”, cambiar la “o” por la “e” y abusar del masculino y el femenino hasta llegar al absurdo de dirigirse a “los jóvenes y las jóvenas”, intuyen que hay una impostura. Cuando el poder intenta ponerse el maquillaje de la rebeldía (“hablen como quieran; nadie nos va a venir a decir cómo tenemos que hablar”, les dijo Kicillof a estudiantes secundarios), se cae en un populismo pedestre. El profesor muchachista puede cosechar un aplauso fácil, pero difícilmente se gane el respeto y la valoración profundos.
Más de un millón de chicos de entre 16 y 17 años podrán votar este año por primera vez. Representan el 3% del padrón general. Pero el universo de jóvenes de entre 18 y 29 años llega casi a los ocho millones y medio de votantes y equivale al 25% del padrón. Sintonizar con sus demandas y necesidades es un desafío político de inmensa magnitud, pero además es fundamental si la dirigencia quiere pensar el futuro. Suele simplificarse la idea de que esa franja generacional está desenganchada de la política, atravesada por el desencanto y la apatía, encapsulada en burbujas digitales y con pocas expectativas a largo plazo. Sin embargo, tal vez esté más atenta de lo que suele creerse, y a la espera de que la política le ofrezca eso que también buscan en la escuela y la universidad: seriedad e inspiración.
Hay una generación que espera que le muestren un camino, no un atajo. Cuando dice “no sé a quién votar”, quizá no está expresando indiferencia ni apatía, sino un escepticismo muy profundo frente a una dirigencia a la que le cuesta interpretar las demandas de la sociedad y suele proponer, con autoritarismo conceptual, la trampa de la subestimación. ¿Encontrarán los jóvenes a ese profesor que les exija, los motive, les muestre una senda larga pero estimulante, y les proponga el esfuerzo duro pero apasionante de descubrir y construir su propio mundo? No están buscando un salvador ni un tutor ni un mesías. Tampoco a alguien que les regale nada ni que baile con ellos en TikTok. No buscan que les “bajen línea” ni que les “vendan” respuestas ni recetas mágicas. Tal vez busquen, simplemente, un liderazgo adulto que proponga la revolución de la seriedad. Entender esa demanda podría ser el comienzo para evitar el divorcio definitivo entre la sociedad y la política.