Anticipo exclusivo. El nuevo libro de Pola Oloixarac, retratista no autorizada de la dirigencia política
Sin solemnidad ni medias tintas, Galería de celebridades argentinas despliega una mirada mordaz a los principales protagonistas de la política argentina
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Desde hace un tiempo, la escritora Pola Oloixarac sumó a su narrativa de ficción (Mona, Las teorías salvajes, Las constelaciones oscuras) artículos donde se dedica a analizar los vaivenes de la vida política y a trazar el perfil de quienes hoy la lideran, siempre con un estilo desenfadado y poco preocupado por los dictámenes de lo “correcto”.
Convencida de que los políticos “cortejan la mirada, pero no soportan cuando los incorporamos a un relato que no sea el que dominan”, la autora reunió en Galería de celebridades argentinas una selección de ensayos inéditos y columnas publicadas en diversos medios periodísticos.
Martín Lousteau, Patrick Bateman porteño
No era especialmente habilidoso, pero en los partidos de fútbol del Nacional de Buenos Aires Martín Lousteau era conocido por no pasar nunca la pelota. Siempre tenía que lucirse él, aunque después no la metiera; terminaba jugando solo. Era extremadamente competitivo, individualista, centrado en sí mismo; tenía lo que algunos llaman, piadosamente, una “personalidad de tenista”. De hecho, jugaba al tenis y lo apodaron “Guga” por Guga Kuerten, un tenista brasilero espigado y de bucles apelmazados como los suyos. Ya de chico, su altura superaba la media, una superioridad corporal que parecía espejarse en otros ámbitos, como si Martín se sintiese físicamente avalado para estar por encima de los demás.
Lousteau proviene de una burbuja porteña muy chic, donde la afluencia económica sostenida por generaciones se pliega a la ambición intelectual. A diferencia de la clase alta típica, que produce muchachos de IQ promedio que se contentan con el manejo de campos y de fondos de inversión en Wall Street, en la familia Lousteau era importante la excelencia académica. Incluso sus abuelas habían sido profesionales; descollar era lo mínimo que se esperaba del joven Martín. En el Nacional Buenos Aires recaló en la 1ra división que empezó el año escolar después del regreso de la democracia, un aula que era un poco un mundo aparte porque, además de estar en el “colegio de los mejores”, se encontraba atravesada por una tendencia irresistible a autopercibirse como optimis optimus, los mejores entre los mejores. Este esprit du corps es una parte vital del Colegio; un síndrome que también puede rastrearse en la personalidad de Axel Kicillof, quien entraría al Colegio un año después. El CNBA era un hervidero de ideas socialistas, pero Martín nunca participó en el Centro de Estudiantes ni en la Franja Morada, la poderosa agrupación radical; Axel, en cambio, ya fungía como satélite troskista.
Lousteau proviene de una burbuja porteña muy chic, donde la afluencia económica sostenida por generaciones se pliega a la ambición intelectual. A diferencia de la clase alta típica, que produce muchachos de IQ promedio que se contentan con el manejo de campos y de fondos de inversión en Wall Street, en la familia Lousteau era importante la excelencia académica
El padre de Martín, educado en el Liceo Naval Militar Almirante Brown, en Río Santiago, cultivaba la amistad de anticastristas acérrimos en Miami, y quizá haya sido esta pasión gusana la que lo acercó al mayor eje anticomunista de la época, el gobierno de la dictadura, donde se desempeñó unos años como secretario de Turismo. Aunque más tarde Martín se declararía “en las antípodas ideológicas” de su padre, su despertar a los encantos socialdemócratas fue bastante tardío: eligió estudiar economía en la Universidad de San Andrés, que tenía la orientación más ortodoxa. Se recibe con honores sin ahínco, y el túnel de excelencia lo lleva a alternar los veranos en Punta del Este con posgrados en la London School of Economics.
Le interesa la teoría de juegos y acaricia la idea de hacer un doctorado, pero necesita algo que la carrera académica no puede saciar. Todavía no sabe qué es. Lo mueve una agresividad especial, un ansia que no sabe si es talento, brillantez, o un géiser de testosterona que tiene que canalizar de alguna forma, ya sea aplastando rivales en el tenis o en conversaciones –otro deporte one-on-one hecho de voleas y raquetazos. Aunque habla inglés desde chico, no le gusta vivir en inglés, no se siente brillante en esa lengua; Londres está bien, pero nunca va a poder descollar ahí. El mundo es, en realidad, más limitado de lo que creía en un principio: es un mundo en español, Argentina o Madrid. A veces se siente un lobo entre corderos, esos subseres chetos por los que siente un desprecio profundo; no puede simplemente volver a su milieu social, no se siente parte de nada.
Deja Londres y parte como corresponsal de guerra a Afganistán y Pakistán, al calor de la caída de las Torres Gemelas. Juega a ser un escritor aventurero, a lo Hemingway o Pérez-Reverte; sus notas para El Planeta Urbano pasan desapercibidas, pero en esos viajes conoce a David Gistau, un celebrado articulista español. Gistau había comprado el exacto modelo Hemingway: sus textos bullían de “una camaradería viril, antigua, aventurera y violenta, tan penetrante como el olor de un gimnasio”. Martín, que nunca había sido amiguero, había encontrado al fin otro animal alfa como él, alguien a quien podía admirar.
En política tiene distintos nacimientos. Chrystian Colombo (UCR) lo lleva al Banco Provincia, pero es el gobernador peronista, Felipe Solá, quien le da su primer puesto político: Ministro de Producción, y luego Jefe de Gabinete. Felipe lo lleva a cenar al programa de Mirtha Legrand. La “Chiqui” desafía su razonamiento y Lousteau se exaspera. El error de los demás le repulsa, el desdén le sale a borbotones. Es irascible y despectivo; todavía no ha aprendido a tunear su aggro para la cámara. Felipe lo contiene con un ademán discreto, como quien arría una potranca, pero disfruta de la ferocidad. Es su pollo sin domar.
Pronto pasa a encandilar a Cristina. A ella siempre le interesó rodearse de economistas jóvenes, con cabellos al viento y rock en la mirada; su ascenso es meteórico, y pronto asume como el Ministro de Economía más joven de la historia. Al fin empieza a pisar la zona de lo que se espera de él. Vuelve a empuñar la pluma, y diseña la resolución 125, un programa de retenciones al campo que marcó el inicio de la mayor división social de la historia moderna: “la grieta” que todavía continúa. Desde entonces, el coqueteo permanente con la guerra civil se convertiría en una forma de vida kirchnerista. La 125 fue un fiasco (rechazada por el voto no-positivo de Julio Cobos), pero fundó el estilo de mando de Cristina, que terminó con la pax nestorista. Según Guillermo Moreno, Lousteau le dijo a Cristina que tenía el consenso de los productores, y luego produjo un fallo técnico. Según Lousteau, Moreno quería algo mucho peor, y él logró contener al malvado Moreno; buscaba minimizar su rol, pero había sido su idea. Su madre muere en medio del conflicto con el campo, y Lousteau sale del gobierno a los cinco meses.
Aprovecha la ola de notoriedad (buena o mala, es indistinto) y decide penetrar de lleno en el imaginario público. Empieza así la era casanova de Martín. Anuncia su casamiento en Gente con una joven abogada, pero al poco tiempo lo fotografían como el nuevo yerno de Palito Ortega, porque sale con Rosario, la menor del clan. En las fotos, Rosario mira extrañada a cámara; Martín, en cambio, pasea con naturalidad ante los paparazzi. Se enreda con una ex Bandana y también se lo capta, in fraganti, a los besos con la nieta de Mirtha Legrand, embarazada de seis meses de un actor conocido. El escándalo prende como napalm, lo que disimula un poco que Juanita, además, es la hermana de Valeria, su novia anterior; también aparece una ejecutiva de marketing como la tercera en discordia. Es obvio que Martín tiene un agente de prensa muy activo, que debe vivir atento a los vaivenes de sus pulsiones. Pero Lousteau no es un Cacho Castaña, un picaflor amoroso que queda amigo de sus ex; ninguna tiene algo bueno para decir de él (“fue un novio más”, “me dio vergüenza pensar uy, yo estuve con esa persona”). Faltan todavía unos años para que el concepto de responsabilidad afectiva inunde los espacios progresistas que ahora Martín busca liderar.
El raid entre flashes y bombachas rinde sus frutos, y Martín consigue cubrir su perfil técnico con la fama de un hombre deseable, apuesto, como ya había hecho su par Martín Redrado vía su pulposo amorío con “Luli” Salazar. Publica un libro de economía for dummies; en la contratapa, Andy Kusnetzoff afirma que Martín “no es un técnico”. El libro abunda en explicaciones y ejemplos que desafían el sentido común, o lo confirman: en un capítulo, analiza por qué no es recomendable tomar decisiones en estado de excitación sexual. Combina, sin duda, sus investigaciones de teoría de juegos con su conocimiento práctico sobre el arte de errar y eyacular.
Gobernar la ciudad se vuelve su ballena blanca. Contrata un renombrado asesor, pero llega tarde a la cita en Selquet, desaliñado y con los rulos mojados; todo indica que acaba de salir del telo de la esquina. Cuando se va, el asesor comenta: “esto no va a andar. Alguien que tiene la libido en coger, no puede ser presidente”. Compite contra la reelección de Horacio Rodríguez Larreta, donde pierde por pocos puntos en el ballottage gracias al kirchnerismo, que había mandado a votar por Lousteau. Ha ingresado en una etapa de sosiego amatorio, que le depara otro flujo sostenido de prensa: se casa con la exitosa comediante Carla Peterson. Cuando Macri obtiene la presidencia, lo nombra embajador en Estados Unidos.
Ser embajador argentino en la mayor potencia occidental es, quizás, un puesto a la altura de Martín, pero ayudar a las compañías argentinas en el exterior tiene un costado rutinario, burocrático, que lo aburre intensamente. La ansiedad lo carcome; mientras, Carla hace canjes en Instagram de cremas Cicatricure. Donald Trump es electo presidente; a un mes de la visita de Macri a Estados Unidos, y ante el estupor de la diplomacia americana, Lousteau renuncia y vuelve a Buenos Aires. Duró un poco más de un año en el cargo, sin mayores logros; el episodio cimenta una fama de traidor outsider, sin tribu en la “grieta”, que a esta altura ya es un organismo viviente. Rompe con Cambiemos y se convierte en diputado por Evolución, una junta entre el radicalismo y el Partido Socialista.
Reconstruir el zigzag de Lousteau por los partidos políticos es tan difícil como seguir el hilo de sus noviazgos. Se autopercibe como un enfant terrible de la política, pero su ansiedad lo hace parecer más impulsivo que estratega, siempre en busca de satisfacción inmediata. Como comenta en una entrevista, tiene “una especie de esquizofrenia” que hace que sólo le importe lo que piensa de él “un grupo de unas 100 personas, no cuarenta millones”. Una definición numérica, quizás, de casta. La amplitud de su paladar es un reflejo de su imagen, que es donde exhibe su potencial: un Frankenstein pintón que, por su formación ortodoxa, deja tranquilos a los banqueros, pero por su estilo descuidado y su pelo desprolijo, también puede dar progre. Puede hacerlo, además, porque su juego es estrictamente individual, y porque en la cultura argentina los políticos raramente pagan costos. Después de todo, tiene pelo, los trajes le quedan ok, cuando habla es capaz de hacerse entender, y ha dejado claro, con creces, que no es gay. En el radicalismo encuentra la posibilidad de una unión simbiótica: un partido antiguo y completamente carente de testosterona, al que la arrogancia de Lousteau aporta dinamismo y competitividad. Tiene lo que les falta: no parece un paquidermo herbívoro, y es capaz de mirar al pro (su enemigo íntimo) con la altivez que necesitan para negociar.
En American Psycho, Bret Easton Ellis escribió un clásico noir centrado en el ascenso de un yuppie de la élite de Manhattan. Patrick Bateman es el espécimen perfecto del privilegio: fue a los mejores colegios, es habitué de los mejores y más exclusivos clubs, sale con las rubias más selectas. Pero lo que para otra gente sería el paraíso, para Patrick es el infierno. No tiene límites, y su soledad es absoluta: “tengo todas las características de un ser humano: carne, sangre, piel, pelo; pero ni una sola emoción identificable, a excepción de mi codicia y repulsión”. Le gusta compartir sus opiniones progresistas, políticamente correctas, que exasperan a sus amigos banqueros, y es maníacamente narcisista. Antes de salir se coloca una batería de cremas y productos para el pelo; al rato se encuentra con un amigo, Paul Allen, al que termina cosiendo a hachazos en su living. Patrick está, en rigor, desesperado: nada sacia su avidez, nadie ve su oscuridad, lo tiene todo pero no encuentra un límite. El personaje de Bret Easton Ellis es una parábola sombría de un tipo masculino que se come al mundo; aunque Lousteau carece del glamour del serial killer, encontró en la política un espacio donde sí es posible clavar hachazos, sencillamente porque nadie muere. Nadie sufre las consecuencias de sus actos, nadie paga, no hay límites.
Confía en su poder de seducción sin límite y en su profundo privilegio, donde la política y la conquista narcisista son lo mismo, porque en rigor no representa nada, sólo se representa a sí mismo, enredado en el rulo que lo deja prisionero de su propia libertad
Lousteau tiene, quizás, un precursor: podría encarnar un “Chacho” Álvarez serial. De cabellos hirsutos y preferencias socialdemócratas, “Chacho” fue parte de la Alianza hasta que renunció a la vicepresidencia de Fernando de la Rúa, al año de asumir. Declaró que renunciaba “para poder decir con libertad lo que pienso y lo que siento”, una expresión que, a pesar de su cursilería pasmosa, terminó hiriendo de muerte al gobierno y desbarrancando el caos del 2001. Cercano pero externo, orgánico sólo a sí mismo, “Chacho” fundaba el progresismo sibarita que no asume costos ni acepta rebajarse al lodo de la responsabilidad. Su denuncia fue finalmente desestimada: según wikipedia, había comenzado siguiendo una acusación de un tal Hugo Moyano.
“Chacho” se dio el lujo de elegirse a sí mismo, por sobre el país y por sobre la coalición que integraba, porque lo movía un principismo demasiado puro; por entonces, la superioridad moral del progre caviar era una tecnología melindrosa totalmente nueva en el peronismo, que terminaría por infusionar el germen señorial del kirchnerismo. Lousteau le da una vuelta más porque, en su vanidad ansiosa, no parece ser fiel a nada, ni siquiera a sí mismo. Confía en su poder de seducción sin límite y en su profundo privilegio, donde la política y la conquista narcisista son lo mismo, porque en rigor no representa nada, sólo se representa a sí mismo, enredado en el rulo que lo deja prisionero de su propia libertad.
Sergio Massa, tema del traidor y del héroe
“La acción transcurre en un país oprimido y tenaz”, comienza el cuento de Borges que se titula “Tema del traidor y del héroe”. Narra la historia de Fergus Kilpatrick, un conspirador que murió en la víspera de la revolución que había soñado. Ordenando sus papeles, el historiador encuentra cosas extrañas: encuentra repeticiones que “imitan una secreta forma del tiempo”, escenas que parecen combinar hechos pasados. El historiador acaba de dar con una fake news, una noticia fabricada: se da cuenta de que el cronista que cantó la gloria de Kilpatrick mezcló partes de Macbeth y Julio César, de Shakespeare, dos clásicos famosísimos del complot y la traición.
Porque Kilpatrick, el venerado, el más sutil de los conspiradores, era en realidad el traidor oculto (el que secretamente desbarataba la revolución; siempre algo pasaba y se cancelaba). Entonces, diseñan un plan: nadie sabrá que Kilpatrick es un traidor. Lo ultimarán en la víspera de la revolución: su nombre no será mancha, servirá para la gloria del movimiento. En el teatro, una bala cruza el pecho del traidor y del héroe, que son la misma persona. El tema principal del cuento parece ser la paradoja (ser traidor y héroe a la vez), pero es la manipulación de la historia que hacen los cronistas, y los líderes, para narrar sus mitos.
Borges no imaginó que existiría un peronismo borgiano, que imitaría también una “secreta forma del tiempo”. Que basta el paso del tiempo para que los traidores se conviertan en héroes. Que la historia todo lo apelmaza, y que la extrema pericia de Sergio Tomás para manejar a la prensa, y que no lo estorben, se parece a los trabajos de ese historiador, que alterna pasajes de Macbeth y Julio César para contar la gloria de Kilpatrick, traidor y héroe. Sergio Tomás, traidor espectacular del kirchnerismo, se emplaza en ser su héroe y la prensa, solícita, lo cubre de gloria inventada.
El kirchnerismo llega exhausto al fin de su cuarto mandato, disfrazado de facciones en pugna. Massa renueva la promesa de Alberto, el otro traidor que fue un héroe por un período breve. Para Cristina, la promoción de los conspiradores que pidieron su cabeza es una situación win-win o, como le gusta decir a ella en anglosajón, “wine-wine”
El kirchnerismo llega exhausto al fin de su cuarto mandato, disfrazado de facciones en pugna. Massa renueva la promesa de Alberto, el otro traidor que fue un héroe por un período breve. Para Cristina, la promoción de los conspiradores que pidieron su cabeza es una situación win-win o, como le gusta decir a ella en anglosajón, “wine-wine”. Si Massa logra maniobrar la carcasa averiada de la economía argentina, evitando una hiperinflación y un estallido social, Cristina se regodeará en haber sido quien lo invistió, la dueña del instrumento. Si a Massa, en cambio, le va mal, Cristina tendrá la felicidad de haberlo destruido, de haberlo elevado para después verlo estallar en pedazos. Su fracaso será vendido como el triunfo de la rama de izquierda del partido, donde ella todavía es reina absoluta.
La diferencia es que Sergio no soñó ninguna revolución. Sólo se ha amoldado, como las masitas de plastilina que vienen en distintos colores, a los requerimientos del poder. Desde hace tiempo, los derechos de los trabajadores y la “justicia social” ya no son los temas del peronismo; son parte de las églogas heredadas, repetidas hasta el infinito en teatros despoblados. Sergio se dedica a complacer a los sin voz: los empresarios amigos que mantienen el país cerrado a las importaciones para poder extraer el máximo tributo. La prensa canta la gloria de que las computadoras sean un 80% más caras; las cuentas se acomodan, hay “satisfacción empresarial”. Ante su incapacidad para hacer políticas sociales para transformar la realidad, sólo queda la lucha por tareas discursivas: por los derechos humanos, el feminismo, las infancias trans, etc.
El karma de Cristina es tener que cargar con sus vencidos, a los que va promoviendo a medida que el humor social ante el caos avanza y Argentina se hunde. El infierno debe ser eso, tener que convivir con los vencidos, que siguen dando vueltas. Por suerte, ella los vuelve útiles a la revolución imaginaria, que nunca tiene lugar.