Antes de cambiar la Constitución, cumplámosla
El largo intercambio intelectual en torno a la posible reforma constitucional se focalizó en sus dos principales aspectos: por un lado, la llamada parte dogmática, es decir, la referida a las declaraciones de derechos y garantías, y por el otro, lo relativo a las funciones y límites con relación a la gestión administrativa y la organización institucional.
Los que aducen la necesidad del cambio de la parte esencial o dogmática reflejan la expectativa de terminar con el sistema cuidadosamente pensado por Alberdi y los constituyentes, de protección de las libertades y de límites al poder público.
En el intento reformista parecería que la idea es avanzar hacia una Constitución tipo venezolana o boliviana, del así llamado socialismo del siglo XXI, donde se pulveriza la idea del gobierno limitado y el concepto de la protección de la libertad de las personas .
Objetivamente no resulta necesaria su modificación, salvo que se crea que el régimen de libertades de autonomía de la sociedad civil y de la iniciativa privada debe ser borrado del mapa de la tierra y ser reemplazado por un marco colectivista.
Desde esa perspectiva, muy identificada con lo utopía sangrienta de la Europa oriental derribada en el Muro de Berlín, lógicamente la Constitución es inaceptable; en ella no existe, como se ha visto en otras experiencias, el delito de opinión, el de religión y el de discrepar con el gobierno. No se permitirían tampoco en nuestra Constitución los campos de concentración ni mucho menos internar en institutos psiquiátricos a aquellos que discrepen con la organización política e institucional del régimen.
La libertad y su resguardo resulta uno de los temas más importantes que la sociedad argentina debe debatir si es que se quiere reformar nuestra Constitución según estos criterios. En este punto no hay exageración, por ese camino es como otros países llegaron en muchos casos a catástrofes sociales y políticas.
En cuanto a lo relacionado con el régimen organizativo del Estado, conviene señalar que de la misma forma que el poder estatal no puede imponerse sobre los derechos y libertades de las personas, el Estado central tampoco puede hacerlo sobre los gobiernos locales. El espíritu de nuestro sistema es el de convivencia y cooperación entre las distintas jurisdicciones. La idea de que los gobiernos locales son simples delegados del Poder Ejecutivo Nacional ha sido siempre el rasgo más identificable de las ideologías totalitarias.
Otra discusión recae sobre la posibilidad de adoptar un sistema parlamentario. Resulta a priori un planteo legítimo, pero no hay hoy un contexto estable como para dar ese debate.
Finalmente, encontramos el problema de resolver las falencias que tiene nuestra Constitución en términos de su funcionamiento. Allí cabe anotar un hecho central: el incumplimiento del artículo que establece la obligación de formular un nuevo régimen de coparticipación federal antes del 31 de diciembre de 1996. La incapacidad de respetar el mandato constitucional por parte de gobiernos de amplia mayoría se encuentra en el corazón de los conflictos del funcionamiento de nuestro sistema de relaciones federales. Reconoce una falla central del actual gobierno, que dispuso de mayorías abrumadoras para avanzar en su reforma y jamás intentó hacerlo. Más aún, el Gobierno fue partidario de la inclusión de estas cláusulas y hasta la propia Presidenta llegó a sostener en pleno debate público que eran imposibles de implementar. Si hay algo que descalifica a un gobernante es mentir descaradamente y no reconocerlo, haber propuesto cuestiones que en los hechos se sabía que eran imposibles de cumplir.
La solución es buscar algo congruente con el espíritu federal, trasladar bases tributarias a los gobiernos locales y, finalmente, hacer que el régimen de coparticipación sea una fracción menor del financiamiento de las provincias y los gobiernos locales.
No existe ningún otro tópico que no esté claramente legislado por la Constitución. Lo importante sería intentar cumplir con los mandatos de la máxima legislación antes de sugerir modificarla. Un ejemplo claro son los repetidos incumplimientos de los fallos de la Corte Suprema por parte del Gobierno o aquella iniciativa que el Congreso tiene en los temas de la deuda pública y emisión de moneda. Todo esto muestra a las claras la escasa voluntad política de cumplir con el criterio normativo de nuestro sistema jurídico, cuestión tan vital para cualquier sociedad que quiera vivir en un Estado de Derecho.
Por último, esta idea que empiezan a proponer y defender los voceros del oficialismo en los medios de comunicación: la posibilidad de reelegirse eternamente en el poder. ¿Existe acaso un rasgo más autoritario, monárquico, primitivo y antidemocrático que ése? En este tema no hay medias tintas. La alternancia en el poder es un signo vital para el futuro de nuestra democracia y de nuestras instituciones. Es por eso que no podemos flaquear ante esta propuesta del siglo XVII.
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