Ante el riesgo de utopías reaccionarias
En un mundo cada vez más globalizado tecnológica y económicamente, los intereses nacionales amenazan con destruir la arquitectura que le dio a Europa su período más largo de paz y estabilidad
Hay quienes creen que la Unión Europea es un invento de hace pocos años. Pero remontarse a sus padres fundadores es llegar al Víctor Hugo del Congreso Internacional de París (1849): “Un día vendrá en el que la guerra parecerá absurda y será imposible entre París y Londres como lo es entre Boston y Filadelfia. Un día vendrá en el que Francia, Rusia, Italia, Inglaterra y Alemania, sin perder sus cualidades, se fundirán en una unidad superior. Un día vendrá en el que las bombas serán reemplazadas por el arbitraje de un gran senado soberano. Un día vendrá en el que veremos los Estados Unidos de Europa”.
O al Altiero Spinelli prisionero del fascismo y autor del Manifiesto de Ventotene (1941): “Basta que una nación dé un paso hacia el totalitarismo para que sea emulada por las demás, arrastradas por la voluntad de supervivencia. El problema que debe ser resuelto en primer lugar es la abolición de la división de Europa en estados nacionales soberanos”. O al Churchill de Zurich (1946): “Existe un remedio que puede hacer a Europa, en pocos años, tan feliz y libre como Suiza. Debemos construir unos Estados Unidos de Europa para recuperar las alegrías y esperanzas que hacen que la vida valga la pena”. Dos años después, sir Winston sería elegido presidente del Congreso de La Haya que llevó a la formación del Consejo de Europa, primer antecedente político de la Unión Europea.
Pero si hubiera que inventarle un cumpleaños al proceso de integración europea el mejor día sería el 9 de mayo de 1950, cuando Robert Schuman, ministro de Relaciones Exteriores de la Francia vencedora, propuso compartir con la Alemania vencida el carbón de Alsacia, núcleo disparador de dos guerras mundiales. Todo ello, “para hacer la guerra no sólo impensable, sino materialmente imposible”. Un año después nacía la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, sobre cuyos cimientos se fundarían la Comunidad Económica Europea (1957) y la Unión Europea (1993). Y nunca más la Europa unida volvería a tener la guerra dentro de sus fronteras.
Por todo esto, mi sentido de la justicia se vería muy recompensado si quienes votaron por el Brexit fueran enviados a través del túnel del tiempo a vivir en la Europa de las naciones soberanas que tanto les gusta, y que precedió a ese 1950 que dividió al siglo XX en mitades opuestas. En la primera, pobreza, crisis, guerra y genocidio en sociedades cuyos principales líderes políticos se llamaron Mussolini, Hitler, Franco y Stalin. En la segunda, siete décadas de paz, derechos humanos y prosperidad en una Europa gobernada por la demoníaca Comisión y el luciferino Parlamento Europeo.
No fue magia. Fue abandonar lo que he llamado “síndrome zombi-nacionalista”: el estúpido intento de regular procesos y conflictos de una sociedad crecientemente global y posindustrial con los instrumentos creados para el escenario nacionalindustrial del siglo XIX; con resultados inversos a las expectativas. Repasemos: Cameron llamó a un referéndum para reafirmar su liderazgo y tuvo que renunciar al gobierno. Quienes votaron por el Brexit lo hicieron para reafirmar la soberanía y unidad del Reino Unido pero su resultado probable será su disolución vía referéndum en Escocia y su subordinación como aliado de los Estados Unidos. Astutos, los brexiters intentaron ahorrarse los aportes a la Unión Europea, pero perdieron en un solo día de devaluación y terremoto bursátil el equivalente a 40 años de contribuciones. En cuanto a los peligros de la inmigración y el terrorismo, casi todos los que han atentado contra el Reino Unido poseen pasaporte inglés. ¡Es el nacionalismo, estúpido!, dan ganas de gritarles, y de recordarles las palabras de Mitterrand: “¡El nacionalismo es la guerra!”
¿Que el desempleo no baja y que la burocracia de Bruselas despilfarra recursos? Es posible. Pero la crisis no empezó en Europa, sino en un estado nacional: los Estados Unidos, y si la UE es la principal afectada es porque carece de las instituciones federales que Estados Unidos empleó para manejarla: gobierno económico, unidad fiscal, prestamista de última instancia, deuda compartida, capacidad de imprimir moneda y bonos para financiarla. Todo lo cual estaba en la Constitución que franceses y holandeses rechazaron en los referéndums de 2005. El de la crisis no parece pues un buen argumento para detener la integración europea, sino lo contrario. En cuanto a la desocupación, es del 9%. Un porcentaje bien menor al 15% de muertos causados por la anterior gran crisis económica, la de 1930. La burocracia de Bruselas, por su parte, consume un enorme 1% (?!) del PBI de la UE, del cual un escandaloso 6% (?!) es destinado a la administración. Toda comparación con lo que cualquier país gasta a nivel nacional es un formidable argumento a favor de Bruselas.
Puede que el Brexit abra la oportunidad de una UE obligada a avanzar en su integración económico-fiscal. Una Europa más democrática, con un Parlamento reforzado en sus competencias y una gobernanza fuerte en la Eurozona que permita salir de la austeridad y escapar a las consecuencias políticas de la crisis. Puede también que las nefastas consecuencias del Brexit sobre el Reino Unido sirvan a otros de lección. Por ahora, ha abierto una caja de Pandora que el nacionalismo populista trabaja para transformar en un colapso tangible. Marine Le Pen y los nacionalistas holandeses han puesto manos a la obra, como en 2005.
Acaso el Reino Unido encuentre petróleo, como Noruega, o construya rápidamente una red bancaria como la de Suiza; los dos únicos países europeos importantes que se mantienen fuera de la Unión. Lo va a necesitar. El Brexit acaba de dinamitar el rol de Londres como centro bursátil de la UE y las posibilidades de la industria británica de seguir siendo cabecera de baja tasación para el mercado continental. Por eso, quizá no les haga falta el túnel del tiempo para experimentar los beneficios de la Europa anterior a la integración, ya que el Brexit contribuirá a la posible reedición de sus hazañas. No sólo en Europa, sino en un mundo que a inicios del siglo XXI empieza a enfrentar problemas similares a los de la Europa de inicios del siglo XX. ¿Exageración? El cambio climático, la proliferación nuclear, la financiarización de la economía, los estados fallidos, la volatilidad económica, las migraciones masivas, el terrorismo y el crimen organizado constituyen ya crisis transnacionales, regionales y globales imposibles de solucionar mediante políticas nacionales y acuerdos internacionales.
La Unión Europea y la ONU, las dos principales instituciones supranacionales que los humanos logramos crear después de nuestras más terribles tragedias, han sido eficaces para evitar la tercera guerra mundial, pero han quedado desactualizadas. Necesitan ser modernizadas y dotadas de nuevas agencias. Necesitan dejar de ser intergubernamentales para transformarse en vehículos de la democracia y el federalismo, los dos principios centrales de la política moderna, elevados ahora al nivel regional y global. Necesitamos ampliar sus poderes y democratizarlos, no destruirlos en nombre de utopías reaccionarias que ya han causado suficientes desastres en la Historia.
Seguimos creando un mundo tecnológica y económicamente global y enseñando a nuestros niños que el interés nacional es el principio supremo. Continuamos creyendo que los problemas del siglo XXI pueden ser solucionados por instituciones del siglo XIX. Llamamos realismo a la utópica convicción de que el futuro se parecerá al presente y que los cambios institucionales son innecesarios en plena revolución tecnológica. Insistimos con ideas obsoletas como las de soberanía absoluta, aislacionismo, autarquía económica y política de potencia. Proponemos a nuestros jóvenes el ejemplo de héroes que, con buenas razones para el siglo XIX y pésimas para el XXI, se especializaron en el exterminio del enemigo. Seguimos acusando a cosmopolitas y antinacionalistas de espías extranjeros y pechofríos. Si el nacionalismo populista de derecha y de izquierda continúa su ascenso, el próximo Consejo de Seguridad de la ONU podría estar integrado por delegados nacionales designados por Vladimir Putin, el Partido Comunista chino, Nigel Farage, Marina Le Pen y Donald Trump. ¿Qué podría salir mal, no es cierto?