Años viejos, cuadernos nuevos
Me encantaba comenzar cuadernos, me ilusionaba. Dueña de una letra desprolija y anárquica, escribir en la página virgen de un cuaderno recién estrenado era entonces la posibilidad de redimirme de esa falla de origen, falta severa que en los tiempos en que yo era chica tenía un costo alto: no me entendían, me salía brutalmente de los renglones pautados y las reconvenciones de las maestras por mi falta de pericia no cesaban. Es más: año tras año se acentuaban porque se suponía que más grave era mi falta; un descontrol inexcusable.
A cierta altura de la escuela primaria, ya no hubo manera de pensar que todo iba a mejorar cuando creciera, las cartas estaban echadas y tuve que admitir que no había sido iluminada por el dios de los signos gráficos. Mi letra hoy sigue siendo un incordio, aunque ahora todo lo escribo parejito en el teclado y esos jeroglíficos pretenciosos de letra redonda que llenaban páginas y páginas de diarios íntimos con candado sólo encuentran lugar en mis listas de pendientes o en mensajes familiares (dale de comer al perro, no olvides dejar la luz de la entrada encendida, ya le pagué al sodero).Tal vez sea el amor: quienes viven conmigo me entienden.
Termino el año leyendo a María Moreno y su Black Out, extraordinarias y apabullantes memorias del alcohol y la amistad. En un mes de muertes que castigan el hueso de la literatura argentina (Josefina Ludmer, Alberto Laiseca, Andrés Rivera), leo a María haciendo historia de sus escritores/compañeros/aliados de botella y se dificulta no apagarse un poco. La leo y pienso también que quienes ensayamos hacer crónica deberíamos retirarnos a leerla. Sólo a eso. De todos sus monstruos literarios (Libertella, Briante, Di Paola, Claudio Uriarte) hay uno que duele cerca. Se llamaba Charlie Feiling y fue un escritor exquisito, un caballero y una persona adorable. Carlitos fue, sobre todo, un amigo; un par, en virtud de su voluntad amistosa, que lo llevaba a ignorar las diferencias entre cualquier persona modestamente ilustrada y su notable competencia en materia de cultura, teoría política y filosofía. Una frase dibuja su brillantez y su ironía: "¿Por qué, si no tuvimos apogeo, tenemos decadencia?".
María describe el modo en que Charlie hablaba inglés como "un off de la BBC en un disco ralentado" y dice que su figura le recuerda la de un palafrenero de Dickens. Para mí siempre habrá en él un resto apagado del muchacho del chaleco rojo de Cézanne. Aunque murió a los 36 y la enfermedad merodeaba desde sus 20, se las ingenió para dejar una obra poderosa compuesta por un libro de poemas (Amor a Roma) y tres novelas que integran una singular colección de abordaje a los géneros: El agua electrizada (policial), Un poeta nacional (aventuras) y El mal menor (terror). Tomar nota: el año nuevo como grado cero de la lectura; avanzar sobre las deudas literarias, pero también releer lo que aún refulge en el recuerdo.
Cada fin de año la ilusión se asemeja a la que sentía con el cuaderno nuevo; el sueño es arrancar de nuevo, pero en versión mejorada. Enderezar la letra, digamos. Volver a buscar el equilibrio entre obligaciones y placer, recomponer vínculos, rodearnos de aquello que mejor nos hace y dejar atrás lo que daña y hostiga. Como deseo colectivo, impulsa la cabalgata de buenos propósitos. Las reuniones familiares de las Fiestas, ese espacio en el que elegimos suspender litigios para favorecer el encuentro. Las llamadas, los mensajes con fervorosos deseos para lo que viene. Esto sucede en cualquier caso, aun cuando estamos transitando las primeras Fiestas sin un ser querido; ausencias que se sentirán ese año y, a partir de ahí, siempre, cada vez que volvamos a repetir el ritual de pasaje. Consigna vital o adorable loop del día de la marmota, el costado más ardiente de diciembre toma siempre la forma de una amorosa agonía esperanzada entre burbujas y pan dulce: el año que viene será mejor.