Anne Carson, una poeta a favor del desconcierto
La escritora canadiense ha desarrollado una obra donde los clásicos grecorromanos se encuentran con lo moderno, la melodía lírica con el libre juego de tipografías e imágenes, y la delicadeza con la imposibilidad de la etiqueta fácil
Lo moderno, escribió la crítica francesa Marthe Robert, no es una cuestión de edad. En cuando a lo nuevo, muy pronto será vetusto si no explicita a fondo qué lo fuerza a romper con la tradición. La frase recuerda -contra el apuro de las modas- que el arte es y ha sido siempre, al menos desde el primer trazo humano en las cavernas, un palimpsesto (una constante recreación), y que la calidad de una obra suele coincidir con la profundidad de campo de sus citas y referencias.
Anne Carson -que el mes pasado participó del Filba y cuyo Red Doc acaba de publicar Bajo la Luna- sabe esto como nadie. Cada uno de sus libros prueba el postulado y lo lleva a un punto en que su voz, inconfundiblemente saturada de voces, se vuelve airada singularidad. El verso "Haz una glosa con eso" que figura en su "ensayo ficcional en 29 tangos" La belleza del marido, lo resume bien. En materia de arte, la desobediencia, por extrema que sea, esconde siempre un tributo a la filiación.
Se me dirá que la poeta canadiense corre con ventaja (su tesis doctoral en lenguas y literaturas clásicas versa sobre Safo) pero sus lecturas no se limitan al mundo grecorromano. Su obra interviene y es intervenida, desde un comienzo, por textos que van de John Keats a las hermanas Brontë, de Virginia Woolf a Marcel Proust, de Simone Weil a la Kabbalah, de Clarice Lispector a los juegos intelectuales del Oulipo. Y esto, sin mencionar las yuxtaposiciones desopilantes entre Zenón y Chris Maker, Ovidio y Hitchcock, Montaigne y Virgilio, o Kant y Monica Vitti.
Vale la pena agregar que semejantes estrategias para ampliar los círculos de resonancia de lo escrito funcionan también como diques contra cualquier intento de encasillamiento. Así, por ejemplo, su modo de abordar la cuestión de lo femenino, complejizándola, saturándola de ironía y erudición, la ubica en una posición doblemente díscola: frente a la marginación ejercida por el tradicional canon masculino y la menos visible, pero no inexistente, propugnada por una supuesta militancia feminista, que desde la academia norteamericana y durante décadas, endilgó el horripilante calificativo de male-identified women a escritoras consideradas demasiado "intelectuales".
Como fuere, los libros de Carson parecieran no sentirse cómodos en ningún lugar. De ahí que fuercen sus materiales, desoigan fronteras genéricas, elijan genealogías heterodoxas. De ahí, también, que en ellos predominen los usos flexibles de la puntuación, la rareza de las construcciones sintácticas, la formas astilladas del lirismo y las apuestas por lo misceláneo que, sumadas al inesperado tejido sonoro, terminan privilegiando formas intuitivas movedizas por sobre el raciocinio y la lógica. Mario Montalbetti sintetizó la operación en tres versos: "Si p entonces q / Esa es la teoría del poema de A. Carson / pero solo si p es falso."
La apuesta, como se ve, es siempre a favor del desconcierto. Por ese camino, que incluye el fracaso del yo y la desarticulación de la anécdota (la supuesta coherencia de lo real) , Carson desemboca en algo que se parece a la melancolía: en sus textos la melodía es "delicada como una púa"; la obsesión pregunta una y otra vez: "¿Cuál es el miedo dentro del lenguaje?"
Nos queda Nox, la elegía que Carson compuso cuando murió su hermano Michael. Concebido como "objeto" provisto de fotografías, dibujos, manuscritos y tipografías diversas, el libro parte de la transcripción del carmen 101 de Catulo (que también rememoró la muerte de un hermano en el siglo 1 a. C.), y luego dialoga incansablemente con él. Así el poema contemporáneo se refleja en la lengua muerta de Catulo, repite en su compañía el viaje al país de la pérdida, y vuelve a enfrentar, veinte siglos después, la interminable noche del sentido.
¿Hace falta agregar que lo conceptual exacerba en Carson lo paródico y viceversa? ¿Que sus digresiones son modos de transitar el goce de la escritura? ¿Que la fidelidad es con el desacato y la sutileza, con el discurso asmático y desarticulado, con los resabios del griego y el latín en el diccionario de la cultura?
Lo dice ella misma en el epígrafe de uno de sus últimos libros, Decreación: "Amo esta suerte de andar poético, a saltos y a brincos". La declaración es clara, la ejecución también. Sus libros, cada vez más, fundan países de fronteras abiertas. Un libreto de ópera puede convivir, sin recelos, con un ensayo en verso, o un guión cinematográfico con largas rapsodias hipnóticas. Lo único que cuenta es abrir una cadena de sueños, un reguero de "estrofas, sexos, seducciones".
Este es, en suma, el desorden fabuloso de la poesía. Nada más importa, salvo no dar por sentado ningún saber, no reservarle al lenguaje ningún privilegio, salvo el que pudiera surgir del festín de la letra cursiva y de la tentación del pensamiento, ambos atados desde siempre a la esperanza de entender.