Animales, sujetos de derechos
En 2014, la justicia argentina estableció: “La orangutana Sandra es una persona no humana, y por ende, sujeto de derechos y consecuentes obligaciones hacia ella por parte de las personas humanas”. El fallo causó estupor pues establecía el reconocimiento de derechos a un primate, al tiempo que el derecho elemental al agua potable se conculcaba en el norte del país, entre otras ineficiencias del Estado (al iniciar el ciclo lectivo 2023, escuelas de La Matanza no tenían agua potable). Sus detractores proclamaron que el fallo implicaba “una ruptura con la visión clásica”, amén del desprecio de “pautas […] de naturaleza metafísica y antropológica”.
La cuestión nos interpela e invita a revisar la agenda pública de la filosofía ambiental, que busca brindar fundamento teórico que justifique un cambio en la legislación en torno a la cuestión de los derechos del animal no-humano. Se trata de animales sentientes superiores con capacidades sensoriales, motoras y sociales. El asunto puede generar perplejidad, pero como señaló John Stuart Mill, “toda nueva buena idea pasa por tres etapas: ridiculización, discusión, adopción”.
La causa ambientalista y los derechos de los animales no son una bizarría de los millennials. La preocupación es tan vieja como Pitágoras (que era vegetariano). Plutarco y Porfirio enseñaron la abstención de comer carne animal, pues “la alimentación del cuerpo, afecta decisivamente la calidad el alma”. Plutarco defendió la inteligencia de los animales, pues “son racionales”. Los estoicos observaron que aquellos rasgos que juzgamos humanos, son estrictamente animales. Estas voces antiguas fueron descartadas. Forman parte de una valiosa tradición olvidada y redescubierta en el siglo XX. La pionera Rachel Carson, con Primavera silenciosa; el noruego Arne Naess; el australiano Peter Singer y la estadounidense Martha Nussbaum, pusieron en agenda teórica la pregunta por el fundamento de los derechos de los animales no-humanos. En 1980, el partido Verde alemán abrevó de la ética de Hans Jonas para “la civilización tecnológica”, encendió la conciencia pública ambiental e impulsó el desafío teórico que implica atribuir derechos a seres históricamente considerados como instrumentos e incapaces de pactar. La cuestión suscita desconcierto: irreprochables moralmente e inimputables legalmente, los animales no contratan. ¿Cómo fundar derechos de seres que no suscriben un pacto y, en consecuencia, no están sujetos a obligaciones?
En el siglo XIX, Jeremy Bentham enunció precozmente el asunto: “Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos”. Y cuestionó: “¿Es acaso la capacidad del habla o la sociabilidad lo que nos diferencia de los animales y, por ende, la base de los derechos?”. Su conclusión: “No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?”. Para la tradición filosófica existe una brecha insalvable entre hombre y animal. Los animales son útiles, funcionales a necesidades humanas y carentes de derechos. Sin embargo, deben ser objeto de nuestra compasión, pues lo que gobierna su conducta son los sentimientos de placer y de dolor. En esta línea, Bentham creyó que el sufrimiento funda la exigencia de compasión.
A partir del segundo milenio este enfoque no convence, pues impide percibir el maltrato como un agravio punible. Nussbaum cree que la compasión ante el sufrimiento de los animales es insuficiente para establecer una teoría de justicia que los alcance, pues la “mera compasión” solo indica “que una creatura está sufriendo significativamente”, pero es deficiente a la hora de fundar la imputabilidad del perpetrador: “que alguien es culpable de ese sufrimiento”. En todos los casos en que existe un daño innecesario, un maltrato excesivo (como con las granjas industriales), o una intervención que perjudica gravemente el ambiente propicio para su desarrollo, el perpetrador es humano. Según Nussbaum, la clave es abandonar el enfoque tradicional centrado en el humano, que establece una jerarquía de formas de vida, para ser capaces de percibir y admirar la vida “en su maravillosa variedad horizontal”.
En Justice for Animals: Our Collective Responsibility (2023), Nussbaum propone tres “emociones éticas”. Además de la “compasión” y la “ira proactiva [Transition-Anger]”, el rol del “asombro” es decisivo, pues reconoce un valor que merece ser respetado y custodiado. Sentirnos asombrados por el prodigio de la vida en todas sus variantes es el disparador del reconocimiento, que funda la consecuente obligación. Por la compasión sentimos (y percibimos) que el daño al ambiente o el maltrato frustra el despliegue de capacidades que nos maravillan: sociabilidad, imaginación, memoria, cuidado de la prole, capacidad de aprender y de enseñar, comunicación y transmisión de conocimientos; la capacidad de jugar. La ira a secas es una emoción estéril. Y si bien el enojo es la reacción natural ante un agravio (cuando exclamamos: ¡esto es injusto!), la ira proactiva es una emoción diligente que tiende al futuro, con la intención de cambiarlo.
Pablo García Borboroglu, fundador de la Global Penguin Society, creó la mayor reserva de biosfera argentina y logró desviar las rutas petroleras de las costas, que constituyen el hábitat natural de los pingüinos. El investigador premiado aprendió desde niño el amor a la naturaleza y el asombro por las capacidades de los pingüinos, pues “son los grandes indicadores de la salud de los océanos”. Su impulso no fue la mera compasión, sino la admiración y el reconocimiento de valor, que merece honrarse y protegerse jurídicamente. La eficacia de Global Penguin Society yace en que Borboroglu no apeló solo a la compasión, sino a la justicia.