Animales: actores políticos para cambiar el mundo
El derecho, la filosofía y el activismo ecológico alientan a pensarnos como especie y a reformular la relación con los "no humanos"
Probablemente no tuvo el mismo impacto viral que el león Cecil (cuya muerte a manos de un cazador furtivo enardeció a los que participan enlas redes socialeshace dos meses), pero la concesión, a fines del año pasado, de un hábeas corpus a Sandra, una orangutana del zoológico porteño, también recorrió el mundo. De ella y de la presentación judicial que posibilitaba su liberación hablaron The New York Times, The Guardian, The Independent, Le Monde, El País. Libération publicó, bajo el título "Debemos revisar el modo de tratar a los animales", un destacado primer plano de la protagonista y un artículo donde la filósofa Florence Burgat asegura que la decisión tomada por la justicia argentina "no es ni anecdótica ni el anuncio de un cambio radical y rápido de las mentalidades, sino un jalón dentro de un largo proceso".
Algo ocurre con el mundo animal, y poco tiene que ver con las decimonónicas asociaciones protectoras. Más bien se trata de la búsqueda de una nueva definición política de la relación entre humanos y animales, que incluye desde las acciones a veces espectaculares de grupos internacionales como PETA (People for the Ethical Treatment for Animals) o Libera! (contra las granjas industriales, la experimentación con animales en laboratorios, peletería, zoológicos, tracción a sangre) hasta campañas proteccionistas o conservacionistas, propuestas ambientalistas y los reclamos de quienes piensan que abordar seriamente estos temas implicaría repensar casi todo: desde los modos de producción que, globalización mediante, rigen al mundo hasta las políticas que los sostienen.
En este dinámico universo, hay un aspecto menos visible pero sin duda decisivo: el creciente impacto del animalismo en el terreno del Derecho. En los últimos años, Alemania, Austria, Luxemburgo, Suiza y Francia establecieron que, para sus respectivas doctrinas jurídicas, los animales dejaron de ser "cosas". El Código Civil francés, por caso, los denomina "seres capaces de sentir". Un lineamiento próximo al que siguieron los abogados del caso Sandra, quienes, entre otras cuestiones, apelaron al 96% de identidad genética entre los grandes primates y los seres humanos al solicitar que la orangutana fuera enviada a un santuario donde pueda vivir en semilibertad.
María Valeria Berros, docente investigadora de la Universidad Nacional del Litoral-Conicet, Alumni Fellow del Rachel Carson Center for Environment and Society y cofundadora de la ONG Capibara Naturaleza, Derecho y Sociedad, aclara que, aunque no todas las acciones en defensa de la naturaleza o los animales necesariamente conllevan una traducción legal, "en algunos casos, se postula la necesidad de reubicarlos dentro de las categorías jurídicas: de objeto de explotación (por abreviarlo, derecho moderno) y luego objeto de protección (derecho a un ambiente sano), se pasa a hablar en términos de sujetos de derecho (derechos de la naturaleza, derechos de los animales)."
Por su parte, María de las Victorias González Silvano, abogada, docente en la Facultad de Derecho de la UBA e impulsora de "Derecho Animal: régimen jurídico de los animales", materia que desde este año se puede cursar en la UBA, asegura: "El derecho animal deja de mirar el mundo desde el hombre y mira a los animales no humanos como seres que sufren y sienten". González, que actualmente trabaja en una tesis de doctorado sobre Derecho Animal ("el proyecto me lo aprobó Elena Highton", dice sonriendo, al tanto de lo que implica ese nombre), explica: "Y no pasa por humanizarlos. Somos especies distintas, con intereses distintos".
Si, como escribió el crítico George Steiner en "Del hombre y la bestia" (Los libros que nunca he escrito), "durante siglos cualquier sentimiento especial de afecto hacia los animales era un sentimentalismo infantil", ¿qué fue lo que empezó a cambiar en el último tiempo? Steiner señala los avances en biología molecular y genética ("mostraron la virtual identidad genética entre humanos y primates", dice), las investigaciones de Jane Goodall con chimpancés, los de Diana Fossey con gorilas, los hallazgos sobre los sistemas de comunicación de ballenas y delfines. La sospecha, en última instancia, de que entre lo humano y lo animal existirían más proximidades que abismos.
Pero el animalismo también responde a una inquietud ética. Así lo cree Silvina Pezzetta, doctora en Derecho, docente e investigadora del Conicet, que comenzó a interesarse en esta temática hace cuatro años, durante una estancia en una universidad norteamericana. Allí, en las proximidades de un puesto de comida al que concurrían alumnos y docentes, tomó los folletos de unos activistas que denunciaban los maltratos a los que están sometidos los animales utilizados como alimento. "Más allá del impacto emotivo de las campañas masivas, decidí leer más sobre los argumentos teóricos respecto del trato que merecen los animales no humanos: una pregunta de carácter moral vinculada con mi área, el derecho -rememora-. Quizás, como dice Peter Singer, uno de los teóricos más influyentes en el área, estemos expandiendo nuestro círculo de consideración moral, nuestro respeto por la libertad y la vida hacia otros grupos, pero de manera muy lenta."
Especies en pugna
Justamente, han sido las ideas de Peter Singer, filósofo utilitarista australiano autor de Liberación animal (libro publicado a mediados de los años 70), las que mayor sustento han dado al movimiento animalista.
En sus consideraciones, Singer no se restringe a la proximidad genética entre los seres humanos y algunos animales -el lema de quienes defienden los derechos de los grandes simios- sino que se amplía al hecho de que humanos y animales comparten la capacidad de sufrir. Para este pensador, se trataría, lisa y llanamente, de una cuestión de altruismo: la capacidad -por cierto, netamente humana- de ponerse en el lugar del otro y, con la única motivación de la responsabilidad ética, evitar su sufrimiento. Una concepción que inspiró a las campañas contra las pruebas con animales de la industria doméstica, la experimentación en los laboratorios, los modos de producción de las granjas industriales o cualquier otra variante de la crueldad ejercida sobre animales.
"Una diferencia entre especies no es una base éticamente defendible para tener menos consideración por los intereses de un ser sensible que los que damos a intereses similares de un miembro de nuestra especie", escribía Singer (que pensaba, básicamente, en el interés de permanecer vivo, no sufrir y disponer de libertad). Esa postura, la denuncia del "especismo" como un modo más -en la línea del sexismo o el racismo- de discriminar a los demás y sacar provecho de la mera pertenencia a una especie (o a un sexo o a una raza), reaparece hoy en documentales como el multipremiado Terrícolas (Earthlings), dirigido por Shaun Monson, narrado por el actor Joaquin Phoenix y musicalizado por Moby (ambos, actor y músico, conocidos partidarios de los movimientos en defensa de los animales). La denuncia del especismo también sobrevuela la literatura del Nobel J. M. Coetzee: "Cualquiera que sostenga que a los animales la vida les importa menos que a nosotros no ha sostenido en sus manos a un animal que lucha por su vida", le hace decir a la protagonista del libro Elizabeth Costello.
"Quizá la creciente preocupación actual por la condición amenazada de los animales sea una derivación más de la potente metáfora política «liberación», consigna diseminada en la década de 1960 -comenta Christian Ferrer, sociólogo y autor, entre otros, de La amargura metódica (sobre la vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada) y La mala suerte de los animales-. Así, la liberación sexual, de las mujeres, de las personas de color, de las diferencias identitarias, de los pueblos colonizados, etcétera. También pudiera ser que el maltrato que desde siempre se ha propinado al mundo emocional del ser humano haya comenzado a concernirnos más intensamente, que nos estemos cansando de la interminable libra de carne que la racionalidad le cobra a nuestra parte alícuota de animalitas. Decía Piotr Kropotkin, un clásico del anarquismo, que maltratar a los animales era una de las precondiciones para que unos seres humanos impongan dominio sobre otros seres humanos. En todo caso, podemos aprender de los animales, seres que huyen del dolor y buscan el placer, lo contrario que hace ese animal paradójico que es el hombre."
Contradicciones
"Señora, yo también tengo sangre."
El día en que María Carman, doctora en Antropología Social por la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Conicet, escuchó esta frase supo que algo, decididamente, no estaba bien. Especializada en temáticas urbanas, observaba la interacción entre activistas contra la tracción a sangre y cartoneros que utilizan carros tirados por caballos. Hasta que la furia de los defensores de los caballos ("¡Tirá vos del carro!", le gritaban a un carrero) le hizo pensar en una pugna de derechos entre unos y otros.
"Es que en el mismo gesto en que se humaniza a ciertos animales se deshumaniza a los sectores populares", explica la antropóloga, preocupada por lo que percibe como un "punto ciego" entre las demandas de algunos colectivos animalistas o ambientalistas y la realidad de los sectores más postergados de la sociedad. "Si la lucha por la dignidad animal se autonomiza y no se articula con la lucha por la dignidad humana, pueden agravarse muchas situaciones de segregación", explica. Los ejemplos son múltiples: "expulsión" de población humilde para favorecer espacios verdes, prohibición de prácticas laborales no ecológicas a sectores que no tienen los recursos para generar otro tipo de práctica o, fuera del ámbito urbano, colisión entre quienes preservan especies marinas amenazadas y los pescadores artesanales.
"Hay que tratar de pensar un humanismo que simultáneamente luche por los derechos de la naturaleza", insiste Carman que, al mismo tiempo, reconoce lo que podría pensarse como los inicios de un cambio de paradigma en el pensamiento antropológico. Porque, en el seno de la ciencia que, por antonomasia, ha sido la encargada de delimitar dónde termina la naturaleza y dónde comienza la cultura, hoy algunos investigadores plantean que esa dicotomía naturaleza-cultura resulta inadecuada no sólo para abordar las formas de pensar y vivir el mundo de las sociedades no occidentales, sino también para comprender buena parte de nuestras complejas e híbridas prácticas modernas. Y no se trata de miradas marginales: Philippe Descola, antropólogo francés formado en la École Normale Supérieure y discípulo de Claude Lévi-Strauss, es uno de quienes están pensando en estos términos.
¿Se ahonda aquella famosa herida narcisista, la que un tal Charles Darwin le habría propinado a la humanidad hace poco menos de siglo y medio? Si se siguen reflexiones como las de Berros, más que herida, lo que se encuentra es la idea de oportunidad. "Habría que pensar en términos de revisión no sólo el lazo que nos une con el mundo de «lo no humano», sino también el lazo que nos une como seres humanos." La abogada cita a un colega italiano, Valerio Pocar, quien en Los animales no humanos. Por una sociología de los derechos, escribe: "La toma de conciencia de que la supervivencia de la especie humana está estrechamente relacionada con la supervivencia de las otras especies sugiere e instaura una solidaridad necesaria con respecto al mundo viviente y a la naturaleza en general".
Algo como para tener en cuenta en tiempos de lo que muchos científicos llaman la "sexta gran extinción masiva" (la quinta fue la de los dinosaurios), cuando el ritmo de desaparición de especies se ha multiplicado más que por cien y, según denuncia el documentalista norteamericano Louis Psihoyos en el film Racing Extinction (exhibido en el último Green Film Fest de Buenos Aires), para este fin de siglo se habrán perdido la mitad de las especies del planeta. "El acordonamiento de los animales, es decir, la mengua mundial de la diversidad biológica, es la consecuencia lógica e inevitable de la ampliación de la actividad productivista del ser humano -comenta Ferrer-. Sencillamente, a fin de continuar llevando el modo de vida actual se requiere de la transformación de los hábitats de los animales en lugares de extracción de recursos o de extensión de la frontera agrícola. A eso lo llamamos «progreso»."
¿Realmente, como también señala Psihoyos en su película, mantenemos nuestro confort "a costa de todo lo que se mueve"? Las corrientes ambientalistas -escasas en nuestro país- que buscan entrelazar lo humano, la cuestión animal y el cuidado de la naturaleza con la preocupación por las generaciones futuras están intentando una respuesta. Con sutileza, George Steiner aventura un diagnóstico de época: quizás estos temas cobren cada vez mayor fuerza por una inesperada razón: "Empezamos a sentirnos solos en esta sobre poblada tierra".