Anatomía de una intelectual que hizo época
Escribir una vida, decía Leon Edel, el gran biógrafo de Henry James, es una forma de nigromancia, otra manera de lidiar con fantasmas. Para Hannah Arendt, filósofa política, había algo más: una biografía –expresó en relación con una dedicada a Rosa Luxemburgo– es también el retrato oblicuo de las épocas que atraviesa su protagonista.
Benjamin Moser cumple con ese requisito bifronte en Sontag. Vida y obra (Anagrama), su implacable anatomía de una de las figuras intelectuales más influyentes –y reverberantes– de la segunda mitad del siglo XX. Podría decirse que Susan Sontag (1933-2004) fue única porque llegó a los primeros planos en perfecta coincidencia con los años sesenta, cuando la juventud se había convertido en un activo súbito. A partir de Contra la interpretación –donde figuraba su sorprendente e influyente análisis del camp–, Sontag se volvió la encarnación proactiva de una época culturalmente agitada. En sus artículos se adentraba además con conocimiento de causa y sensibilidad a la vez europea y norteamericana (¿hay algo más neoyorquino?) en temas tallados a su medida: Walter Benjamin, Roland Barthes, Antonin Artaud o el Berlin Alexanderplatz de Fassbinder. Lo alto y lo bajo. Siempre estaba adelantada. Cuando Elias Canetti ganó el Premio Nobel solo una persona había escrito en inglés sobre el elusivo autor apátrida: ella.
La vida de Sontag interesa por sí sola –como ícono, para abusar de un término trillado–, pero como ocurre con toda biografía vale también por su manera de interpelar en términos contemporáneos. ¿Dónde quedaron los intelectuales como ella, que le escapaban a la estrechez de la especialización? ¿Qué es lo que la llevó, por ejemplo, a poner el cuerpo y dirigir Esperando a Godot en una Sarajevo bombardeada? ¿A quién se le ocurriría –se pregunta uno de sus asistentes en la capital bosnia– ir a hacer hoy lo mismo en Siria? En ese sentido, lo que desesperaba a Sontag era algo que había sido clave en su formación y sentía agonizar: la confianza en el poder transformador de la cultura.
Dice Moser: “Sontag fue la última gran estrella literaria de Estados Unidos, recuerdo de una época en que los escritores aspiraban a ser no simplemente respetados, sino también ‘famosos’”. Hasta entonces nadie había alcanzado sin embargo la celebridad hablando –para seguir los ejemplos del autor– de la crítica literaria de Lukács o del nouveau roman.
Lo más espectacular de la biografía es, sin embargo, aquello que retrotrae más a lo subjetivo que a lo público: la complejidad psicológica de Sontag, que, a pesar de su papel de árbitro cultural, nunca dejó de sentirse una suerte de intrusa. Tal vez porque debió inventarse a sí misma sin modelos a la vista (la única fue Madame Curie, heroína de la infancia) para, sin mediaciones, volverse paradigma codiciado de muchas mujeres de su generación y las siguientes. El libro se demora en la construcción de un carácter (la muerte temprana del padre en China, la tirante relación con la madre, el refugio en la lectura, su maternidad precoz) y la escisión entre mente y cuerpo, una constante en los diarios de Sontag, que revelan, en esa intimidad escrita, la franca pero conflictiva relación con su homosexualidad. Moser busca así, a través de sus contradicciones, desmagnetizar el mito. Es otra manera de contemporaneidad: la de ver al personaje con la lente interesada de nuestra época, como si se le objetaran en cierto modo sus silencios. Sontag descreía sin embargo de anteponer etiquetas, de género o de las otras. Resulta difícil de calibrar en estos tiempos que una de sus talentosas virtudes fuera la de introducir la cultura en la discusión pública (lo que le valió críticas de banalizarla). También que considerara que no ejercía la crítica porque ella hablaba de lo que le interesaba y “una de las tareas más importantes de la crítica es ensañarse con una obra determinada”. Moser busca desarmar el rompecabezas, ver las limitaciones y miserias, los caprichos intelectuales y vitales, pero en el camino también deja en evidencia, como sin querer, lo obvio: que a pesar de su permanente tendencia a la abstracción y la teoría, Sontag guardaba en algún rincón secreto sensibilidad de artista.