Reseña: Diarios. 1992/2006, de Abelardo Castillo
Amores, odios y claroscuros de un gran escritor argentino
El diario "íntimo" es, para tantísimos escritores, una práctica ritual, otro modo de relacionarse con sus predecesores y discutir, en un registro y un tempo cotidianos, ideas, recorridos, obras. Kafka lee, un siglo atrás, los diarios de Goethe, y a su vez se inserta en una tradición, acaso imaginando calladamente que algún día los suyos despertarán el mismo interés, las mismas reflexiones, la misma inspiración. El diario es, también para los escritores -así como para el resto de los mortales-, un espacio de confesión y la posibilidad de un diálogo interno destemplado, cristalino, a veces impiadoso; al mismo tiempo, es un laboratorio para la escritura. Ambos ejes disputan un territorio común, a la vez que ese ejercicio secular pone en tensión dos caras de un mismo núcleo: cuánto hay de sinceridad y cuánto de construcción en esa escritura privada que, sin embargo, se sabe o se proyecta en la lectura de los otros.
No casualmente este segundo y último tomo de los diarios de Abelardo Castillo (1935-2017) se detiene -así lo señala en la introducción Sylvia Iparraguirre, quien fue su compañera- en el año 2006, por decisión del propio escritor; es decir, el momento en que Castillo posee la certeza de que serán publicados, y por lo tanto sospecha de su "contaminación". Pero esa disyuntiva atraviesa con frecuencia las páginas de estos diarios, y es tal vez uno de los modos que el autor encuentra para enfrentarse a sí mismo, a ese que es con el que quiso y no quiso ser, y asimismo con el que será para los demás. "Si esto fuera realmente un diario", se reprocha en más de una ocasión, quejándose de su supuesta inconsistencia o incluso banalidad. "Creo que era Gide el que decía que en un Diario no hay por qué anotar siempre cosas importantes. Espero que sea cierto, de lo contrario hace años que debí tirar este a la basura. Me he vuelto cotidiano. Plomeros, premios literarios, ventanas contra el ruido", anota el 28 de noviembre de 1997, tratando de apaciguar a sus fantasmas.
Que los premios estén incluidos en esa breve enumeración no es más que un síntoma de la lucha que Castillo -uno de los autores argentinos clave de la segunda parte del siglo XX- emprendía cada día tanto con su oficio como con todo aquello de lo que está teñida la vida del escritor. Entrevistas, notas de color, artículos, prefacios y posfacios; incluso hasta sus célebres talleres literarios caen en esa ambivalencia que le despiertan constantemente sus obligaciones, un molde para el que sin duda no estaba hecho. Pero la pelea esencial es consigo mismo. "Cuando Dios te da un don, te da un látigo", escribió alguna vez Truman Capote, y en estas seiscientas y pico de páginas puede observarse -no sin pudor- cómo el autor de Crónica de un iniciado y El que tiene sed batalla rabiosamente no solo con su obra sino también con su falta de disciplina, con los largos períodos en que escribe poco o nada y, sin embargo, lee como si no le quedase tiempo, o más bien consciente de que el tiempo jamás resultará suficiente.
Si bien las referencias políticas y contextuales abundan -Castillo quizá no creyera que el mundo podía cambiar pero a pesar de ello sentía la necesidad urgente de hacerlo-, el atractivo principal de estos diarios está desde luego en las infinitas referencias literarias, en los amores, odios y claroscuros. Así puede leerse, por ejemplo, que Kawabata suele aburrirlo, que el pesimismo de Cioran lo harta o que ciertos mecanismos de Graham Greene le parecen demasiado previsibles. También su admiración por Tolstoi, Poe, Sartre, Faulkner, Kafka ("no sería nada raro que sea el más extraordinario escritor de este siglo"), Lugones, Marechal, Arlt ("comparados con Arlt, todos los otros escritores argentinos, excepto Sarmiento, parecen señoritas de pensionado").
Con todo, y al margen de otros íconos con los que guarda altercados históricos -Cortázar, Sabato-, Castillo es hijo de su época y por lo tanto todo parece girar en torno a Borges: ese monstruo omnipresente al que le reprocha sus gustos, sus razonamientos ingenuos, sus gestos, y que sin embargo todo lo puede.
Diarios. 1992/2006
Por Abelardo Castillo
Alfaguara. 649 páginas. $ 1499