Amores dorados en el arte
Hace unos días la joven artista Lucrecia Lionti lanzó una pregunta en Twitter: "¿Acaso hay artistas que tienen pareja estable? No conozco, no tengo culpa, no tengo motivo, no tengo razón, pero te quiero tanto, tanto, amor", canturreó @mumusinna, 35 años, tucumana radicada en Buenos Aires, de continua actividad irónica, humorística y confesional en esa red social. Para conocer su trayectoria, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires acaba de lanzar un video que recorre su obra, compuesta por collages, pinturas, bordados, objetos e instalaciones. Pero un derrotero amoroso acumula fracasos, y se pregunta si existe el amor para siempre.
Por eso pensé en repasar algunos romances en el arte (siempre creo en el amor). Hay parejas legendarias: están, claro, Frida Kahlo y Diego Rivera, con esa pasión tumultuosa entre "una paloma y un elefante". También las tenemos en nuestra propia historia y mucho más serenas: Yente y Juan Del Prete son dos de los fundadores del arte abstracto argentino, y estuvieron juntos 52 años, desde 1935 hasta la muerte de él, en 1987. La pintora Raquel Forner se casó con el escultor Alfredo Bigatti en 1936. Un año después, comenzaron a levantar una casa en Bethlem 443, en San Telmo, donde pasaron toda su vida, tuvieron sus talleres y donde en 1982 Forner fundó una fundación para albergar lo que fueron "sus hijos": la obra de cada uno.
¿Cuál es el secreto para compartir la vida familiar y la artística? Se lo pregunté hace poco a Graciela Ieger, pintora, y Enrique Savio, escultor, que llevan 47 años juntos. Viven en una gran casa de La Paternal que tiene 60 metros de largo y un taller en cada punta. El de Ieger es prolijo y reluciente. Atravesando un jardín con árboles y esculturas, se llega al área de trabajo de Savio, un desorden de alambres, herramientas y mesas de trabajo. "No hay nadie más distinto que nosotros. Somos diametralmente opuestos", dice Savio. Su secreto quizá sea ese estar juntos pero separados, cada uno en su espacio. Él tiene otra respuesta: "El amor no falla". Se conocieron en los 70 en Bellas Artes, cuando era docente y ella, alumna. "Es una construcción cotidiana, de tolerancia y agradecimiento. Yo aprendí muchísimo de ella, no soy el mismo que cuando la conocí", dice Savio. "Yo tampoco", le corresponde Ieger y se buscan con la mirada. Tienen dos hijas y un nieto.
Juan Stoppani y Jean Yves Legavre también llevan cincuenta años juntos, pero además de la vida, comparten la producción de una misma obra de arte. Vivieron cuarenta años en París, la patria de Legavre, y desde hace diez residen en La Boca. El más entusiasta con la nueva ciudadanía es Legavre y el más nostálgico de la Ciudad Luz es el porteño Stoppani: en el amor se les cruzaron las nacionalidades. Algo parecido les pasó a la pareja de pintores Pat Andrea, holandés, y Cristina Ruiz Guiñazú, mendocina: el más argentino es él, fanático de los asados y montañista de los Andes. Llevan juntos 42 años, viviendo entre París y Buenos Aires. Los dos son pintores, pero sus talleres y sus obras no se mezclan. Sus hijos Azul y Mateo también son artistas.
En cambio, Stoppani y Legavre son como los artistas textiles Chiachio&Giannone, los performers y videoartistas Lolo y Lauti y los inclasificables Mondongo: la obra de arte es fruto de la pareja. No hay autoría individual. Ahora preparan juntos una muestra para el museo Marco, que tienen a dos cuadras de su casa. Cuando les pregunté -error mío- de cuál de los dos era la obra que veía detrás de ellos, me dijeron: "¿Quién hace la pizza, el que amasa o el que prepara la salsa de tomate?". Se conocieron en Francia, un día en que Stoppani tocó el timbre en la casa del escritor Copi, y Legavre le abrió la puerta desnudo. No se separaron más. ¿El secreto?: "La paciencia. Perdonar cada día. No tener rencor. Cuando se trabaja juntos, cada uno es parte del otro".