América mira atenta a la Argentina
Con alarma, con asombro, con incredulidad y hasta con enojo, mucha gente de países vecinos sigue con atención las noticias desde la Argentina, aquellas que en tono caldeado relatan mayúsculos escándalos de corrupción.
La sucesión de hechos judiciales tras conocerse lo relatado en los ya famosos cuadernos de las coimas adquirió trascendencia regional. La forma en que al fin comienza a correrse el velo respecto de los episodios de megacorrupción y de cuál debería ser su razonable desenlace atañe a un continente que si bien siempre tuvo una larga tradición en corrupción, en lo que va del siglo XXI pasó todas las fronteras de lo imaginable.
El Mensalão y el Lava Jato en Brasil, la desembozada piñata en la Venezuela chavista y los doce años de régimen kirchnerista demuestran que cuando nada ni nadie le sale al frente, la corrupción puede llegar hasta el infinito y siempre encuentra renovadas formas para potenciarse.
Los grados de corrupción varían según los países. Cuando hay una mínima vigilancia y algún control, no alcanza estas atroces modalidades. Sin embargo, es un mal endémico y hasta en Chile y en Uruguay empiezan a denunciarse situaciones en que las irregularidades y "desprolijidades" (para usar una pudorosa expresión uruguaya) empiezan a irritar. Tal vez allí la corrupción no sea mayor por un simple problema de escala. Los montos son diferentes ya que la plaza es chica. Pero también es probable que más allá de que los políticos cuestionados son apañados por sus cúpulas partidarias, las condenas, el enojo y la desilusión de sus votantes y de quienes fueron sus seguidores tienen un poderoso efecto disuasivo.
En otras palabras, aunque sería utópico pensar en un mundo sin corrupción, al menos tendría sentido la vieja reflexión de lord Acton: que si bien el poder corrompe, lo hace en forma absoluta solo cuando ese poder es absoluto. En una democracia sana, debe entonces haber frenos, vigilancia y prudencia. La gente común debe ser el más intransigente censor y responder negándose a dar su voto, para que la impunidad no sea total.
Eso no es tan claro en la Argentina ni en Brasil. Líderes de la talla de Lula o de Cristina Kirchner, enlodados en los escándalos revelados, siguen teniendo arrastre político. Menos que antes, es verdad, pero sectores importantes de la población insisten en no hacerles pagar por sus pecados. Ya sean los cometidos en forma explícita o los que con desparpajo dejaron que, bajo su ala, otros cometieran.
Es llamativa, además, la displicencia con que ciertas elites intelectuales, figuras influyentes en los medios e incluso periodistas analizan los recientes episodios. Con calculada frialdad e impostada equidistancia, muchos se preguntan cuánto hay de "circo mediático" en todo esto, a quién beneficia la nueva andanada de denuncias, que rédito saca el gobierno de Macri, si es bueno o no que al final la expresidenta marche presa.
Hablan como si lo realmente sucedido no fuera lo relevante. Todo lo presentan desde el análisis presuntamente serio de quien desmenuza con frialdad científica los hechos. Como si lo que menos importara es que hubo una desmesurada ola de corrupción cometida a la vista de todo el mundo, sin un atisbo de pudor.
No solo la Argentina, toda América Latina debe dejar atrás este ciclo bochornoso de delincuencia oficializada desde el Estado. Fue criminal, generó pobreza y exclusión, mató gente.
Desde todos lados surge la esperanza de que tal vez ahora sí los argentinos, sus tribunales, castiguen a quien tanto daño hizo. Al hacerlo quizás los pueblos americanos sientan que al fin comienzan a recuperarse valores tan básicos e indispensables como la decencia y la integridad.
Lo que está sucediendo en estos días en la Argentina importa a la región. Sería un crimen que, con el escudo de coartadas teóricas, tan inmorales como la propia corrupción, se intentara desviar lo que debería ser un ejemplo de saludable fin de un ciclo destructivo que tanto daño hizo a toda la región.
Periodista, analista político y docente uruguayo