Manifestaciones, represión y furia ciudadana agitan países donde, más allá de las particularidades de cada nación, se extiende la frustración frente a las élites políticas y la falta de respuestas ante la desigualdad, la corrupción y la precarización de la vida
De norte a sur, de este a oeste, América Latina cruje. Una ola generalizada de descontento sacude la región. Se repiten las movilizaciones de miles y miles de ciudadanos que ocupan las calles durante días, ponen en jaque a gobiernos de todo el arco político y, en muchos casos, terminan con heridos o muertos debido a los violentos enfrentamientos y a la represión de las fuerzas de seguridad.
En Ecuador, el presidente Lenín Moreno tuvo que dar marcha atrás con un decreto que eliminaba los subsidios al combustible después de que sindicatos y agrupaciones indígenas paralizaran completamente el país entre el 2 y el 13 de octubre. En Chile, el 6 de octubre, un aumento de apenas 4% en el boleto del subte desencadenó una verdadera rebelión popular que todavía no termina y forzó al presidente Sebastián Piñera a llamar a un referéndum para una nueva Constitución. En Bolivia, Evo Morales renunció a la presidencia el 10 de noviembre, luego de perder el apoyo militar y en medio de las grandes protestas desatadas tras los comicios en los que buscaba un cuarto mandato consecutivo, calificados como fraudulentos por la Organización de Estados Americanos (OEA). En Colombia, el 21 de noviembre se inició un ciclo de huelgas contra el gobierno de Iván Duque para rechazar una reforma previsional y reclamar mejoras en la educación y el cumplimiento efectivo del proceso de paz: un capítulo más, con final aún desconocido.
Insatisfechos
Con ribetes menos dramáticos, la bronca y la insatisfacción de la ciudadanía se expresan en otras latitudes a través del voto, y para los oficialismos resulta cada vez más difícil renovar sus mandatos en las urnas. Un contraste fuerte con la década anterior, cuando la alternancia entre partidos era más la excepción que la regla. Pasó en 2018, en las elecciones de Brasil y en México, con las victorias de Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador; y este año ocurrió en la Argentina, con la derrota de Mauricio Macri, y también en Uruguay [al cierre de esta edición, se estima segura la derrota del Frente Amplio, tras catorce años en el poder].
Los reclamos se multiplican –contra la corrupción, contra la desigualdad, por una mejor salud o educación– y los grupos que los impulsan son heterogéneos y no pueden ser comprendidos sin tomar en cuenta las particularidades de cada país. Sin embargo, los especialistas detectan ciertas cuestiones en común. Aspectos relacionados con la desigualdad económica, la incapacidad de las democracias para responder a los desafíos de la globalización, una crisis general de los partidos políticos, el surgimiento de nuevos liderazgos y la reaparición de las fuerzas armadas.
"En América del Sur, la popularidad presidencial y la estabilidad democrática dependen del precio de las materias primas y la tasa de interés internacional. Los países sudamericanos son boyas que suben y bajan al ritmo de las olas globales", afirma Andrés Malamud, doctor en Ciencias Políticas por el Instituto Universitario Europeo e investigador de la Universidad de Lisboa.
En 2008, las commodities como el gas, la soja o el cobre alcanzaron sus valores máximos históricos, impulsando a niveles récord las economías de la región. Pero con la crisis financiera de ese mismo año, los precios iniciaron un largo declive que sigue hasta hoy, cuando se ven afectados, además, por las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos, y por el desaceleramiento del gigante asiático.
Gobiernos sin respuesta
Son tiempos de vacas flacas. "Tuvimos una enorme bonanza y las mejoras fueron frágiles. Hubo gobiernos progresistas que alentaron el consumo y generaron posibilidades a sectores desprotegidos; hubo gobiernos neoliberales que impulsaron inversiones y una mayor competitividad. Pero ni unos ni otros pudieron generar bienes públicos colectivos en salud, educación, justicia y seguridad", reflexiona Juan Gabriel Tokatlian, doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad Johns Hopkins y vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella. El resultado son "sociedades genuinamente movilizadas pero con niveles de frustración enormes" que se potencian cuando las expectativas se derrumban.
"Las demandas son múltiples, no hay una sola bandera, y los gobiernos no dan respuestas. No tienen instrumentos para asegurar una ampliación de los derechos o la sustentabilidad del acceso al mercado, y los problemas de corrupción no se resuelven –opina Federico Merke, director de las carreras de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés–. Hay muchas demandas insatisfechas y eso coloca a la gente en la calle".
La hiperconectividad genera un efecto contagio entre puntos distantes y eso explica, en parte, la simultaneidad de las protestas latinoamericanas. "Pero es un arma de doble filo –advierte Merke-. La Red pone mucha gente en la calle rápido pero detrás no hay un trabajo de actores de base y a veces los políticos no tienen interlocutores en esos espacios de protesta. Es algo vaporoso y volátil y no hay que concluir que porque haya una manifestación masiva va a haber un cambio".
Una de las deudas más sensibles –que se reitera en los reclamos- es la desigualdad. "En setenta años, en América Latina ha sido imposible combinar crecimiento con igualdad, y sigue siendo la región del mundo más desigual a pesar de no ser la más pobre", explica Tokatlian. No es una cuestión puramente económica: "Hay desigualdad de ingresos, pero también de acceso a la justicia, en términos étnicos o de género. Es un manojo de desigualdades que se han ido acumulando y en algún momento irrumpen dramáticamente".
Esa deuda crónica quizás echa una luz sobre el avance del llamado "descreimiento" de la democracia. La edición 2018 del informe de Latinobarómetro registra que "luego de siete años consecutivos de disminución" el apoyo a la democracia en la región cayó al 48%, la cifra más baja desde que en 1995 empezó a medirse, y el mismo nivel que tuvo en 2001, en plena crisis asiática.
Son "cifras todavía bastante altas", dice María Esperanza Casullo, doctora en Ciencia Política por la Universidad de Georgetown y profesora de la Universidad Nacional de Río Negro, pero que expresan una frustración respecto a las promesas de la primavera democrática de los años 80. Aquellas flamantes democracias, detalla, "se focalizaron en fortalecer la legalidad y los aspectos políticos y procedimentales, y pusieron entre paréntesis las aspiraciones de igualdad". Una "fórmula exitosa" que permitió a los latinoamericanos disfrutar de un Estado de derecho, pero que tres décadas después muestra algunos de sus límites.
Nuevos actores
"Es muy difícil mantener la tensión de una política que te promete ser igual como ciudadano, pero no en aspectos económicos y sociales –opina Casullo–. Hay una multiplicidad de demandas e identidades muy difícil de contener que pone en crisis a los partidos tradicionales". Por eso, las protestas sacudieron gobiernos ideológicamente muy disímiles e incluso de buenos resultados económicos, como el de Piñera en Chile y el de Morales en Bolivia. "Las categorías izquierda y derecha ya no son operativas si no se combinan con otras como etnia o género", señala Casullo.
"Lo que yo veo es una reacción social frente al agotamiento de dos modelos, el modelo neoliberal y el populista –indica por su parte María Matilde Ollier, doctora en Ciencia Política de la Universidad de Notre Dame y directora del doctorado en Ciencia Política de la Universidad Nacional de San Martín–. Lo distintivo es que parece una suerte de rebelión de las clases medias. No quiere decir que no haya otros sectores incluidos, pero es como si la clase media hubiera vuelto a surgir como actor político. Y también hay una crisis de liderazgos: los sectores más fuertes de la democracia no han podido construir nuevos liderazgos a la altura de los nuevos desafíos de la globalización".
¿Cuáles son esos desafíos? El avance meteórico de las nuevas tecnologías, la precarización del empleo formal, el desmantelamiento de los restos del Estado de Bienestar, un capitalismo financiero voraz pero pobremente regulado, el cambio climático y las migraciones masivas, entre otros.
Como resultado, las tensiones en torno a la democracia son un fenómeno global. Así lo explica Andrea Oelsner, doctora en Relaciones Internacionales de la London Schools of Economics y profesora de la Universidad de San Andrés: "Hay un deterioro de la democracia liberal a nivel internacional y hay que mirarlo con una perspectiva histórica. La democracia liberal, con su punto más alto en el gobierno de Barack Obama en Estados Unidos, o la democracia socialdemócrata de la Europa nórdica, tienen una historia muy corta. Son la excepción, no la regla de la democracia. En un análisis más pesimista, uno podría decir que los regímenes iliberales son mucho más comunes".
En este contexto surge como una promesa de antídoto aquello que Tokatlian denomina "la tentación autocrática". La proliferación de "figuras carismáticas": líderes que "quieren convertirse en gobernantes perpetuos y generan la sensación de un cierto orden: que se puede restituir algo del pasado, o lograr una ordenamiento de la sociedad cada vez más disipada, o frenar la movilizaciones de grupos que exigen derechos". Se trata, según el académico, "de un consuelo transitorio que más temprano que tarde termina en un nuevo tipo de frustración" y puede provocar "una reversión de la democracia".
Otro elemento común en la actualidad latinoamericana es la reaparición del protagonismo de las fuerzas armadas, como se vio durante las protestas de Ecuador, Bolivia y Chile. Un escenario que crece desde hace años con distintas configuraciones en cada país. Desde Venezuela, donde hay un régimen cívico-militar, pasando por México y Colombia, donde las fuerzas armadas se convirtieron en actores centrales –y muy cuestionados– en el combate contra el narcotráfico, hasta Brasil, donde tanto Bolsonaro como buena parte de su gabinete son de origen castrense.
Los analistas difieren en el alcance de esta presencia. Mientras que Tokatlian enciende alarmas y plantea que "las fuerzas son jugadores claves en momentos de crisis política, pueden empujar un gobierno al abismo y tienen una presencia y una voz que pensamos que no iba a retornar", para Malamud su reaparición "como poder arbitrador es una mala señal, pero más que una predisposición antidemocrática de los militares expresa la discordia civil que los convoca". Oelsner, por su parte, considera que "los gobiernos latinoamericanos se recuestan en los militares para sostenerse" y cuando pierdan su apoyo caen, pero que eso no significa que las fuerzas "vayan a hacer un golpe para hacerse del gobierno".
Panorama complejo
Con estos elementos disímiles en juego surgen algunos interrogantes clave: ¿hacia dónde se dirige América Latina? ¿Seguirá la inestabilidad? ¿Es posible resolver estas tensiones en un plazo razonablemente corto? Los especialistas rechazan la posibilidad de hacer pronósticos certeros, pero en general se muestran escépticos.
"En la medida en que se desmantelan los partidos políticos, los países tienen menos recursos, crece la recesión internacional y se desacelera el comercio, vamos a seguir teniendo un conjunto de dificultades enormes –opina Tokatlian–. No estamos en la ola de productos primarios al alza ni en momentos de planes redistributivos masivos". Merke, por su parte, suma a este escenario la falta de cooperación regional para enfrentar las dificultades de forma colectiva: "No soy optimista y en cuanto a América Latina en general, el año que viene va a ser muy difícil: veo crecientes niveles de polarización en la política interna de los países".
Casullo llama la atención a su vez sobre la "aceptación de un grado de violencia muy alto por parte de las elites económicas, sociales, culturales, quienes no están planteando una capacidad de generar procesos de cambio que abarquen y contengan las demandas" de la ciudadanía. "Me parece que estas demandas no van a desaparecer y va a haber unos años de mucha incertidumbre política", resume.
"El problema es cuál puede ser la relación más favorable para amplios sectores de la sociedad entre el capitalismo, la democracia y el Estado", opina Ollier. Pero, a pesar de todas las dificultades, sostiene que la democracia se va a mantener. "El avance de la tecnología ha sido tan brutal que es muy difícil sostener un régimen autoritario por mucho tiempo. Los liderazgos personalistas son un capítulo breve porque hay un impulso vital en enormes sectores de la ciudadanía que va a hacer imposible un retroceso tan grande como para que se imponga un régimen autoritario".