Amazon, Borges y la fábrica de chocolate
Entre el cierre de Book Depository y los debates por la herencia de Borges, la cultura del libro discute su pasado y su presente
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Días intensos en la cultura libresca. El anuncio del cierre de la tienda online Book Depository –que enviaba libros de un enorme catálogo a una gran cantidad de países del mundo, a un precio razonable y sin costos de envío–, cuyo negocio alcanzaba unas 20 millones de unidades, fue sorpresivo y de argumentación escueta. En la carta/mail de despedida, citada por The Guardian, el jefe de proveedores aprovechó para “dar las gracias a nuestros clientes amantes de los libros, por su participación para ayudarnos a hacer que los libros impresos sean más accesibles para los lectores de todo el mundo”. Sintetiza la congoja de clientes, habituales o no, en unos 120 países. Un coletazo del ajuste de las grandes tecnológicas en general, y de Amazon en particular, que además de generar despidos masivos trajo también el cierre de operaciones no estratégicas. Los usuarios locales –que además saben que esas compras, si llegan a destino, no están alcanzadas por algunos impuestos– lucen doblemente afectados y lo expresan en redes sociales. Como sea, pueden hacerse compras hasta el 26 de este mes. Paradójicamente, parte de la industria considera que puede ser buena noticia para las librerías locales.
Pero la discusión de fondo vuelve a poner en foco el modelo de Jeff Bezos y su relación con la venta de libros, el negocio original sobre el que montó el gigante global que revolucionó el e-commerce: inventario “infinito”, la teoría de la larga cola (vender pocas unidades de muchos productos), la validez del mismo producto universal en geografías distantes fueron parte de los aprendizajes iniciales de Bezos al diseñar su plataforma, y están también en los argumentos fundacionales de Book Depository: la compañía inglesa nació hace dos décadas en la ciudad inglesa de Gloucester, pero en 2011 fue adquirida, justamente, por Amazon, que ahora decide cerrarla. También el mes pasado Amazon comenzó a desandar el camino de las librerías físicas que inició en Seattle en 2015: anunció el cierre de esas tiendas entre un total de 68 que incluyen sus experimentos con minimercados automatizados. Prefiere concentrarse en verdulerías o venta de productos frescos y, en el futuro, en tiendas departamentales.
La reciente muerte de María Kodama y el destino del acervo borgeano –el más tangible, su herencia económica– puso el foco sobre los derechos de obras canónicas de la literatura argentina. Más allá de los libros y el negocio, las obras en sí: el asunto adquiere magnitud a partir del celo con el que las manejó la fallecida viuda del escritor. Y, detrás del morbo por las cifras millonarias, un debate cada vez más extendido a nivel global por las obras: las posibles alteraciones sobre las obras de escritores populares y clásicos, que afecta desde Agatha Christie a Roald Dahl, y en las que participan las casas editoriales, pero también herederos, familiares o administradores de los derechos. Fue el caso justamente de Charlie y la fábrica de chocolate (1964), texto inmortalizado cinematográficamente, pero antes popular libro escolar británico en el que, para graficar “pecados capitales” como la envidia, la gula o la avaricia, el autor recurre a reiteradas y gráficas descripciones despectivas sobre personajes como Augustus Bloop (“enormemente gordo”) que ahora aparecen cuestionadas. La intervención editorial producto de lecturas de época, de la que participó el nieto de Dahl, las empresas que explotan sus derechos –Netflix, la editorial británica Puffin, la casa matriz del grupo Penguin Random House y sus subsidiarias en diferentes idiomas– se convirtieron en tema de un debate que apenas comienza. Verdaderas correcciones políticas que, por otro lado, no son novedad: la crueldad o el desparpajo original de viejos textos infantiles, adaptados sucesivamente hasta encontrar una forma estandarizada en el siglo XX por el enfoque de Walt Disney, son un espejo retrovisor de ese procedimiento de actualización a los tiempos que corren de narraciones y fábulas formativas. Pero, ¿hasta qué punto pueden o deben editarse? ¿Cuánto el modelo social y moral que representaban puede o debe ajustarse? Esta semana, un analista puntualizaba que un niño descuartizado o despedazado con crueldad por un animal era algo que fue editado con comprensión generalizada. ¿Cuánto hay de censura conservadora y cuánto de ajuste éticamente aceptable en esos retoques o, en el extremo, cancelaciones?
La historia del libro, y de los artefactos mediáticos, justamente vuelve al foco. Como registra el académico Carlos Scolari en su reciente volumen La guerra de las plataformas, en la introducción centrada en los inicios de la palabra escrita, fue Platón quien pone en boca de Sócrates una diatriba contra los defectos de lo escrito por sobre la oralidad, y, claro, Jorge Luis Borges quien alertaba que el riesgo de la palabra escrita frente a las narraciones es que fijan los pensamientos, “textos muertos incapaces de volar”. ¿Cómo entenderemos de aquí en adelante esos libros a los que pretendemos alterar pero a los que, al menos desde los almacenados en el Book Depository, ya no veremos volar?