Amar a George Floyd
En su Emilio, Rousseau (quien, en su vida privada, dejó bastante de desear), aseveró: "Desconfiad de esos cosmopolitas que van a buscar lejos aquellas tareas que desdeñan llevar a cabo a su alrededor". Y remató: quien "ama a los tártaros, se siente excusado de amar a su vecino".
El gran filósofo ginebrino, según parece, no se asombraría de ver las delirantes marchas de la izquierda en el Obelisco por el abominable asesinato de George Floyd, un joven negro que murió estrangulado por la rodilla de un policía de Minnesota. Pero dudo de que les importe esa muerte injusta, tan injusta como tantas otras muertes ante las que callan. Pues Floyd fue la víctima propiciatoria usada para marchar contra Trump y su política neoliberal, la excusa perfecta para justificar la rapiña autóctona entronizada por un voto clientelar.
En cuestiones de muertes, no hay nada nuevo bajo el sol: durante la dictadura, las madres buscaban a sus hijos en un Estado inconstitucional. Y el relato –parcial- del presente se vuelve hacia esos muertos en una épica que los rescata bajo la forma de la conmemoración y de la memoria. Con ellas, nacieron movimientos de derechos humanos cuyo fin fue preservar la memoria colectiva y contribuir a evitar que la historia se repitiera. Regadas con el dinero de los contribuyentes, esas organizaciones se apropiaron de la causa de los derechos humanos y los redujeron a un período de nuestra historia que todavía falta esclarecer.
Más allá de su tan corrupto como intocable desenlace institucional, las Madres de Plaza de Mayo representaron en su momento un modelo de movimiento civil que legaron sus reclamos a los movimientos que, durante gobiernos de signo distinto, buscaron sus propias víctimas: el negocio de los derechos humanos se abasteció de los "Maldonado" que, incluso ya esclarecidas las circunstancias de su muerte, sirvieron a una épica fabuladora y catártica cercana a un imaginario colectivo rayano en la locura. Una pasión mítica por construir ídolos funcionales a una ideología vintage condujo a la degradación y deslegitimación del concepto mismo de derechos humanos. Y sirviéndose de esa (controvertida) epopeya, un revisionismo sesgado no sólo se consagró a la condena de los delitos de los años de plomo sino que, al unísono con millonarias organizaciones que viven del pasado, continúan impulsando la liberación de asesinos y violadores que perpetraron sus delitos en democracia, con anuencia del gobierno de turno. Y con la bendición de una (in)Justicia que, hoy como ayer, ampara a quienes violan la ley.
La protesta callejera fue retratada por una nota del diario español La Vanguardia, en cuyo portal se comentó la marcha porteña por un delito perpetrado a más de 9500 kilómetros del Obelisco. También citó las palabras de un dirigente político, quien aseveró: "Nosotros estamos con el pueblo de los Estados Unidos, que se rebela contra Trump, contra el fascismo, el racismo y el capitalismo. Ese es el mensaje". Mensaje que, según parece, no alcanzaba a las violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar en tres distritos -Tucumán, San Luis y Chaco-.
En Tucumán, Luis Espinoza fue interceptado por diez policías, trasladado en el auto del comisario y finalmente arrojado su cuerpo por un barranco. En San Luis, Florencia Magali Morales, una jovencita detenida por violar el aislamiento, fue hallada muerta en su celda. Y un menor de 16 años, Franco Maragnello, apareció ahorcado en una comisaría. En Santiago del Estero, Mauro Ezequiel Coronel, de 22 años, fue detenido y apareció muerto en una comisaría.
¿Qué factor común enlaza a estos hechos? Todos ellos fueron cometidos en provincias feudales que, escudadas tras una apariencia democrática, se conservan desde hace décadas gracias al férreo látigo de las dádivas. Estas estructuras institucionales alimentan y se alimentan de una sociedad civil oprimida y sometida a una Justicia que es apenas un apéndice de los otros poderes estatales. Sus habitantes son domesticados por el combustible clientelar que puede embrutecer y fortalecer el autoritarismo de las fuerzas de seguridad que, en un contexto autoritario, pueden ellas mismos ejercer algún grado de poder. En esos feudos, la violencia institucional se explica por la preservación de estructuras verticales de poder que poco tienen que ver con el intento de los últimos tiempos de reconciliar, en distritos democráticos, a las fuerzas policiales con la sociedad civil.
Mientras se marcha en Buenos Aires por George Floyd, los muertos de la democracia no son venerados porque no son partícipes de una gesta presuntamente heroica ni cayeron rendidos por el "neoliberalismo".
Las otras víctimas, las de violencia institucional o la de la violencia callejera que mata por un celular, permanecen silenciadas, sin homenajes, sin conmemoraciones, sin los tributos consagrados a quienes sufrieron una violencia no menos salvaje que la de entonces o que la de Minnesota. Esa voz es la ausente en la Argentina que nos duele, donde se exalta la memoria del pasado, pero se silencia, obscenamente, la memoria del presente.
Ajenos a esas realidades que nos tocan de cerca, la izquierda -hermanada con los movimientos de derechos humanos- marchó por los tártaros. Porque marchar por sus hermanos hubiera significado, implícitamente, reconocer su propio fracaso.
Presidenta de la Asociación Civil Usina de Justicia