“Ama y haz lo que quieras”
San Agustín (354-430) fue el primer gran filósofo del cristianismo y uno de los Padres de la Iglesia Católica. Su biografía es una mixtura exquisita del ethos norteafricano, fuerza nómade a la caza de oasis, y de la férrea disciplina romana, una legalidad militar lanzada sobre la cuenca del Mediterráneo. En San Agustín confluyen las tendencias grecorromanas clásicas y la revelación cristiana. Y su paso indómito hacia la ciudad cristiana va a la zaga de su experiencia en brazos de la áulica romanía pagana. En su corazón de horda buscó refugio el amor cristiano y fue su intelecto inspiración del dogma de la Iglesia naciente. Gladiador de herejes, amanecer del yo interior, primer filósofo de la historia, confeso del pecado, fortaleza de los creyentes, profeta de la vida eterna, teólogo trinitario, escritor irredento, converso del amor.
San Agustín nació en Tagaste, Numidia, provincia del imperio romano (actual Argelia), estudió en Cartago y abrazó el maniqueísmo, que creía en la existencia de dos principios inconciliables, el bien y el mal. A los 29 años se mudó a Roma y un año más tarde a Milán, adonde lo siguen su madre y su hijo. En Milán, bajo la influencia del obispo Ambrosio, descubre el neoplatonismo de Plotino y se consagra a la lectura del Nuevo Testamento. A partir de ese momento, según lo relata en sus Confesiones, escuchó la voz de Dios y en el año 385 se produce su conversión al cristianismo, solo comparable con la del apóstol San Pablo. Su obra posterior tendrá vastas repercusiones en la Iglesia y en el pensamiento moderno.
San Agustín nos enseñó la fuerza inagotable del amor. En su obra, ese amor es una fuerza tempestuosa que se vuelca sin límites hacia Dios. Si se cree en Dios y en todo lo que encierra su potestad creadora, no hay otra forma de amarlo que como lo amó San Agustín: “Porque tú estás dentro de mí, más dentro de mi misma identidad y más encima de mí que lo más elevado de mí”, escribe en sus Confesiones.
Por sobre la racionalidad aristotélica que Santo Tomas intentará asimilar al cristianismo siglos más tarde, la filosofía cristiana de la voluntad sitiará su comprensión del Dios Todopoderoso e indescifrable sobre las huellas que sembró San Agustín. Pero la voluntad es una fuerza poderosa, que alcanza su clímax de poder y éxtasis cuando está fundada en el amor. En San Agustín, el amor es la dimensión más fundamental del espíritu humano. Y la voluntad de amar, su magno legado.
En su exposición de la epístola de San Juan a los partos se encuentra un excelente compendio del desgarro espiritual del obispo de Hipona: “Ama y haz lo que quieras; si callas, calla por amor; si clamas, clama por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; si está dentro la raíz del amor, no podrá salir de esa raíz sino el bien”. Su imprecación “¡haz lo que quieras!” es un imperativo categórico del amor. Los imperativos éticos que harán su entrada en la historia siglos adelante nunca rozarán la dimensión ética y esperanzadora del “ama y haz lo que quieras”.
Así es San Agustín, síntesis y encrucijada de caminos que se despeñan en una pluralidad de mundos, un torrente de amor que nos enseñó a amar y hacer lo que queramos. En beneficio del amor, anunciar la buena nueva de un agustinismo no religioso es un imperativo ético de la riqueza de las personas. En homenaje del amor, invocamos un agustinismo terrenal. Por un amor inclaudicable y cardinal, aun sin Dios a la vista. Por una paideia del afecto. Por una respuesta positiva a la pregunta: ¿se puede amar a la vida como San Agustín amó a Dios? Gracias a la cualidad diferenciadora del amor, el hombre es único y diferente y se realiza en la vida en un todo de acuerdo con su propia ley universal. ¡Ama y haz lo que quieras!