Alta tolerancia a la corrupción
Hace aproximadamente un año y medio, participé de un seminario de análisis y reflexión sobre la realidad argentina. En esa ocasión, expertos de Poliarquía desplegaron sus estadísticas, una de las cuales mensuraba las principales inquietudes de los argentinos: la inseguridad, el deterioro del poder adquisitivo, el fantasma de la inflación, el valor del dólar blue, el estado de los servicios públicos. Advertí de inmediato que la corrupción brillaba por su ausencia.
Al llegar el momento de las preguntas, formulé la mía: ¿y la corrupción?
La respuesta fue categórica: no figura entre las preocupaciones de los ciudadanos.
Me asombró comprobar que esta ausencia en una nómina de desasosiegos sociales había pasado desapercibida por los presentes. La explicación del hecho tampoco pareció perturbarlos demasiado.
El fenómeno no es privativo de los argentinos. Octavio Paz había señalado que la pasividad está incorporada en la cultura del latinoamericano como elemento impermeable a ciertos actos externos que aparezcan más allá de las propias manos; razón por la cual, la corrupción es tolerada como algo consustancial a la acción política y a las relaciones que se establecen con el poder. Tan incorporada está a la cultura latinoamericana que ya no se la percibe como problema, por lo que el ciudadano se aviene a negociar con ella espacios vitales, blanqueando conductas delictivas con balances que arrojan saldos de resignación o de irónica permisividad.
Pero si bien las sociedades son proclives a aceptar cierto grado de corrupción levemente inofensiva -lo que se conoce como corrupción blanca-, el peligro aparece cuando esa línea de tolerancia se amplía y permite que hechos naturalmente aberrantes -la llamada corrupción negra- comiencen a ser tomados por la ciudadanía con igual pasividad.
Cuando se alcanza un tal grado de flojera social, queda la esperanza de que acontezca el escándalo: estadio definitorio de la relación de la sociedad con la corrupción.
En este sentido, el periodismo independiente viene realizando una tarea notable, gracias a la cual los actos de corrupción son desnudados en toda su alevosía. Si bien desconozco recientes estadísticas al respecto, el termómetro de la calle da algunas señales: la risita está siendo desplazada por el ceño fruncido. La palabra comienza a ser pronunciada y condenada en sí misma. Al fin y al cabo, agazapada en los sótanos por debajo de los trenes que descarrilan, los cortes eléctricos que nos enferman, la pobreza que se aquerencia en las villas, la criminalidad que se pasea oronda por los barrios, las reservas que se agotan o los tomates que no llegan a nuestra mesa, siempre está la corrupción jugando sus cartas. El malhumor expone sus primeras fiebres.
Aun así, existe el riesgo de que, superado el arrebato de la noticia, la opinión pública confunda el escándalo con el espectáculo y vuelva a caer en la indolencia.
Por lo demás, en los últimos años, la sociedad ha alcanzado los niveles más bajos en cultura y educación, a lo que se suma la honda escisión que se ha producido entre los argentinos. Y está comprobado que el grado de corrupción en una sociedad es inversamente proporcional al grado de su educación, en tanto que la arbitrariedad de los gobiernos caprichosos con la corrupción negra que llega de su mano crece cuando disminuye la integración social.
No somos tan necios como para creer que la corrupción sólo aqueja a América latina. Es un mal que tiene que ver con la condición humana. Pero también con el capital social de las naciones, esto es: la calidad de las interrelaciones individuales y el modo en que confluyen en el bien común. Un capital social bajo es campo orégano para la corrupción y su metástasis. Las naciones con alta calidad educativa y mayor cohesión social son más concientes de los efectos nefastos de este carcinoma en sus vidas privadas y están más aptas para frenar su avance.
Es el caso de España, en donde la corrupción se ha convertido en el segundo tema más preocupante después del de la desocupación y por encima del de la crisis económica que aparece en tercer lugar.
Alarmado por la situación ibérica, el Consejo de Europa acaba de sacar un informe en el que alerta sobre el atentado contra la credibilidad en las instituciones que significa este mal.
El informe aconseja especialmente revisar el método de selección del Fiscal General del Estado, quien "debe ser y parecer imparcial". Propone además que se adopte un código deontológico para jueces y fiscales, es decir, un código de valores. Porque en definitiva, más allá de cuán sagaz pueda ser un magistrado para la interpretación de la ley o en la teoría del derecho, mal puede ser buen juez si evidencia flaquezas éticas.
En nuestro país, el presidente de la Auditoría General de la Nación, Leandro Despouy, elegido el mejor funcionario público del año 2013, señaló, hace poco, que en la Argentina hay una ausencia de la cultura del control; lo que lleva a recordar que el economista austríaco Ludwig von Mises había dicho, por su parte, que la corrupción es un mal inherente a todo gobierno que no está controlado por la opinión pública.
Entonces, ¿qué haremos los argentinos después del escándalo? Tal vez ha llegado el momento de asumir nuestra responsabilidad como contralores de la moral pública de quienes nos gobiernan.
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