Alta en el cielo un águila guerrera
La maratón de feriados por días patrios nos trajo consigo el recuerdo de aquellos actos escolares donde se perdía el tiempo, la paciencia y se pintaba a los niños con corcho quemado
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Qué mejor manera de homenajear a la semana que pasó -donde hubo 37 feriados por días patrios y donde faltó Navidad nada más- con un grato recuerdo de aquellos actos escolares en los que todos alguna vez cantamos a destiempo el Himno Nacional, la Marcha de San Lorenzo y, más a los tumbos porque pocos lo tienen fresco, el Himno a San Martín.
Un acto escolar empieza con una maestra pidiendo silencio a los alumnos durante diez minutos y después rogando silencio a los padres durante otros veinte minutos. Cuando todos se callaron, las madres pusieron el celular en silencio, los padres dejaron de organizar el fútbol del viernes y las abuelas encontraron dónde sentarse, empieza el acto. Dicho de otra forma: se ponen todos de pie para recibir a la Bandera de ceremonia. Y ahí entra, acompañado por los aplausos, el tridente que lleva el estandarte nacional. Esos tres pobres estudiantes por dentro se mueren de vergüenza porque todos los están mirando para ver si se caen, se tropiezan o si se les patina la bandera. Y ellos desearían haber sacado malas notas y no tener la responsabilidad de representar al colegio.
Con ellos ya ubicados y aprovechando que están todos de pie, se escuchan las estrofas del Himno Nacional Argentino. Y arranca el famoso: paaan, paaan, pa-pan… Y el cassette salta. Más que el Himno parece una canción de David Guetta. Porque a la escuela argentina promedio no le importa la revolución del CD, no escuchó hablar del Ares y ni sintió la mención del pendrive. Menos que menos se inclinaría por esas invenciones modernas como Spotify. No, la escuela argentina es laica, gratuita, pública, obligatoria y amante del cassette. Al que le gusta bien y al que no que se pague la privada.
Una vez resuelto el tema del Himno, y cuando el “Oh, juremos con gloria morir” se esfumó en el aire, llega el momento más mágico de todos: el sonido empieza a fallar. En el instante en que la directora va a leer unas palabras en homenaje al prócer, el micrófono tiene un ataque de acople, interferencia y locura patria. Por momentos la deja empezar a hablar y, justo a la mitad, decide morir (el micrófono eh, no la directora, la directora sigue con vida). Entonces la pobre docente (pobre por la situación, no por el salario, aunque también podría ser por el salario) mira hacia su público y por dentro piensa: “¿Por qué no estudié abogacía?”. Sin embargo, no puede aflojar ni ceder, o al menos no mientras lee que San Martín fue valiente, Belgrano un patriota y Sarmiento un adelantado a su época. Por lo que llena sus pulmones de aire y sigue leyendo a viva voz. Obviamente no se escucha nada, los padres siguen cuchicheando y los de séptimo grado se pelean con los de sexto. La mujer no sabe cómo salir de la situación hasta que el destino la ayuda con un clásico de todos los tiempos: un estruendoso sonido y un alarido de la preceptora le indican que el abanderado se acaba de desmayar. El pobre está ahí tirado, escoltado por dos compañeros que lo miran con cara de: “Uy, se murió”. Y no está muerto, simplemente no desayunó, se puso nervioso y encima la directora se extendió de más con su discurso.
Con el abanderado ya arrastrado tras bambalinas, arranca la puesta en escena que prepararon con tanto cariño las docentes. Y así entran las damas antiguas -cuyas madres se gastaron el aguinaldo alquilando el traje-, los vendedores ambulantes -pintados con corcho- y el alumno que tiene el protagónico, que puede ser San Martín, Belgrano, Sarmiento o, si el colegio es un poco más disruptivo, Messi o algún ex Gran Hermano. Terminado todo eso con un aplauso final, los padres caen en la realidad que, encima, tienen que ir al trabajo, llegar tarde y sentarse ocho horas frente a una computadora pero con la alegría imborrable de haber visto a sus hijos ser felices y con la imagen fresca del abanderado desmayándose frente a todos.