Almas en pena del Instituto Paria
Despertó perplejidad y una cierta indignación que una artista argentina del mundo del teatro –una flamante ganadora del prestigioso premio Ibsen– confesara abiertamente su desprecio por Luis Brandoni calificándolo como lo que en verdad él nunca fue –”un macrista”–, y también su consecuente y declarada negativa a darle al gran actor un eventual trabajo aduciendo “enemistad ideológica” (sic): Brandoni le parece apenas apto para encarnar un “facho”. Dicen que la artista en cuestión no se privó, eso sí, de poner algunas de sus obras en espacios culturales dependientes de la Ciudad aborrecida y neoliberal, pero admitamos que al menos formuló en voz alta una respuesta sincera que otros callarían, y que en realidad solo confirma lo que hace rato flota en esos ambientes y cenáculos, donde la cancelación está completamente naturalizada, el prejuicio y el sectarismo reinan y las listas negras no se discuten. La izquierda siempre ha sido mejor censora que la derecha, puesto que ha sabido elaborar con más eficacia sus coartadas morales y buenistas; ambos extremos del espectro político han experimentado igualmente una pulsión malsana por el macartismo y nunca han abandonado ese deporte, que en la Argentina se desarrolla de manera intensa y apenas soterrada. Este nuevo capítulo del progresismo concheto no es revelador a causa del brusco sincericidio de su protagonista, quien por otra parte afortunadamente jamás sintió el sabor del miedo que Brandoni probó con amargura cuando lo persiguieron la Triple A y la dictadura de Massera mientras ella tomaba el biberón, sino por la curiosa caracterización de “facho” que quiso endosarle. Es risible y paradójico que cómplices y acompañantes terapéuticos del movimiento justicialista –inspirado en el “socialismo nacional” de Il Duce– coloquen ese epíteto en un socialdemócrata de toda la vida.
Un insulto similar derramó una militante camporista ante el micrófono de una curtida movilera de TN, Paula Bernini, que cubría una protesta piquetera en Olivos bajo los gritos de “cipayos” y “vendepatrias”. La militante le descerrajó un “facha” a una ciudadana espontánea que era entrevistada, y le propinó a Bernini esta filípica: “Ustedes son responsables de todo este gobierno. Mentirosos, mercenarios”; un segundo después agregó, con fiera sonrisa: “Algún día van a correr”. Es una advertencia que se estila en las canchas de fútbol, y que significa, bien traducida a la circunstancia puntual: “Algún día, a ustedes los periodistas los vamos a correr con balas o con palos”. ¿Quiénes son entonces los fachos? ¿Los censurados o los que alegremente censuran, los que reciben amenazas o los que prometen violencia?
¿Quiénes son los fachos: los censurados o los que alegremente censuran?
Hay otro hilo conductor entre estas dos diminutas escenas esperpénticas, y es la estigmatización inducida por el relato kirchnerista. Fueron esas usinas las que instalaron la idea de que la administración de Cambiemos de 2015 era la continuación del gobierno de facto de 1976, una imbecilidad histórica y una infamia política. Esa novela escrita por los chavistas de entonces caló hondo en fanáticos descerebrados y almas bellas, y su argumento central consistió en imponer a la gilada el fantástico argumento según el cual cuando en este país no gobierna el partido de Perón gobierna el partido de Videla, o en todo caso la Revolución Libertadora. Pocas veces se vio una actitud tan antidemocrática. Su eficacia, sin embargo, muestra la mullida credulidad y la mala fe de cierta progresía, que convirtió a una coalición de partidos republicanos, más centristas que otra cosa, en herederos apocalípticos del régimen más nefasto de la historia moderna. Lo curioso es que Javier Milei, para quien Cambiemos fue una detestable experiencia colectivista y quien ahora representa orgulloso a la derecha más recalcitrante, viene a confirmarle al kirchnerismo todos sus sueños, porque le regala para su regocijo una fraseología procesista (zurdo, comunista), un inocultable cuestionamiento al Nunca Más y una agenda reaccionaria donde, como sugirió estos días uno de sus intelectuales más cercanos, hasta los homosexuales son enfermos.
También resulta inquietante que se divulgue la ocurrencia de que Macri fracasó porque su entorno no le dejó hacer lo que Milei está haciendo; otro relato tardío y falaz, que viene a encubrir gruesos errores de gestión. Durante los primeros años, Mauricio Macri se concebía a sí mismo más como un frondizista que como un liberal –pueden buscarlo en Google, compañeros–; su ministro de Interior –Rogelio Frigerio– compartía ese linaje desarrollista; su ministro de Economía –Alfonso Prat Gay– se autodefinía socialdemócrata; aquel presidente le ofreció la jefatura de Gabinete al titular de la Unión Cívica Radical –Ernesto Sanz–y se la terminó dando a un centrista extremo: Marcos Peña. Esa coalición contaba además con liberales auténticos, alfonsinistas de cuna, librepensadores independientes y peronistas republicanos: uno de ellos –Jorge Triaca– era hijo de uno de los gremialistas justicialistas más prominentes y el otro –Emilio Monzó– integraba la mesa chica y manejaba el diálogo con todo el abanico opositor, incluidos los kirchneristas de paladar negro. Pretender ahora que, por la mala praxis, ese sujeto histórico no existió es meterle el perro a sus votantes y de paso confundir la propia identidad; también dar por ciertos los antiguos camelos del camporismo y asimilarse al propósito del león paleolibertario, que pretende zamparse las piezas caídas, confundidas y desperdigadas. “No hicimos tanto para convertirnos en ultraderechistas”, me dicen algunos. Campanella, Brandoni, Kovadloff, Sebreli y Oscar Martínez –por solo mencionar a los más conocidos– no eran fachos, ni lo serán. De hecho, con sus matices y dudas, integran en la actualidad lo que el gran crítico Leonardo D’Espósito denomina irónicamente el Instituto Paria, adonde han ido a parar tantos huérfanos del país normal en estos tiempos de populismo de derecha. Ese no lugar es nuevo, aluvional, transversal e inorgánico; se inscribe en una reconfiguración más amplia del centro y en verdad de todo el sistema político, y será puesto a prueba el año próximo, dado el carácter divisionista de Milei y la condición plebiscitaria que tendrá fatalmente la elección de medio término, algo que puede convertir la vieja grieta directamente en un cañadón. El cañadón de las almas perdidas. Porque será difícil en ese contexto escapar a la lógica de trinchera. Ustedes saben: la duda es una jactancia de los intelectuales, a los tibios los vomita Dios y todas esas sandeces.
Cristina Kirchner, siempre más astuta que su rústica tropa, parece percibir que algo se ha modificado en el subsuelo de la patria, y que debe acomodar entonces su buque insignia a los nuevos vientos. En el último discurso, confesó que ella no era ni había sido nunca una militante feminista, en un raro acto de honestidad intelectual; la Evita verdadera tampoco lo fue, a pesar de todas las operaciones que hubo para mitificarla por tercera vez: les recomiendo a “les chiques” que lean con atención La razón de mi vida y dejen el consignismo barato. Pero tal vez lo más significativo que la expresidenta hizo el otro día, pidiendo tácitamente de paso que olvidáramos su abultado patrimonio, fue redefinirse como una mujer de la clase media. Sector al que tanto destrató el kirchnerismo durante casi dos décadas, llamándolo “clase mierda” o “medio pelo”. Tampoco perdió la ocasión de despegarse del halo progre que forjó a fuerza de relato y golpes de efecto. Dijo que ella y su marido jamás se fueron de vacaciones a La Habana, Beijing, Hanoi ni a Moscú –santuarios de la izquierda–, sino a las ciudades del capitalismo norteamericano: Nueva York y Miami. “Gente común, sin prejuicios”. ¿Un regreso a la Cristina pragmática y ecuménica de la segunda parte de los años noventa? ¿Intento de reposicionar el kirchnerismo en una playa menos radicalizada? ¿Síntomas de una tremenda metamorfosis que está leyendo en las encuestas cualitativas? Las placas tectónicas se han movido, y los seres humanos y los accidentes geográficos han mutado o están en transición hacia lo desconocido. Los viejos amores perecen y nacen nuevos. Como famosamente escribía Borges de una mujer muerta: “Noté que las carteleras de fierro de la plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.