Memorias que insisten contra el olvido
Una discusión alrededor de las guerras en la ex Yugoslavia ilumina un debate que resuena en el mundo: ¿puede ser preferible la paz a la memoria?
ZAGREB.- El 2 de marzo de este año, The Guardian publicó un artículo del escritor y periodista norteamericano David Rieff cuyo título podríamos traducir al castellano como "El culto de la memoria: cuando la historia hace más mal que bien". El artículo es tan ambicioso como ecléctico, y el autor termina por discutir en un mismo texto problemas tan diversos como la memoria de hechos traumáticos, el nacionalismo y el uso político de la violencia en sociedades tan distintas y distantes como la israelí, la española y la argentina. Entre la densa jungla de conceptos y citas, se puede distinguir una idea central: quizás haya que priorizar a veces el olvido por sobre la memoria, porque la memoria histórica está siempre sujeta a la interpretación y es, por lo tanto, una potencial fuente de conflicto y de nuevos brotes de violencia. En pocas palabras, dice el autor, la incapacidad de olvidar puede ser tanto o más dañina que la incapacidad de recordar.
El texto de Rieff se apoya además sobre una experiencia personal: su paso como corresponsal en Bosnia durante la guerra que castigó a este país de la ex Yugoslavia entre 1992 y 1995. El libro que Rieff escribió a partir de esa experiencia, Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente, es una crónica más o menos recomendable, con anécdotas interesantes y una prosa entretenida. Pese a todo, la lección que Rieff parece haber extraído de esa experiencia es más que discutible: la idea de que la guerra en Bosnia fue "en gran medida una masacre motorizada por la memoria colectiva, o más precisamente por la incapacidad de olvidar" implica una serie interminable de presupuestos que han sido reproducidos hasta el infinito por los peores cronistas de la violencia en la ex Yugoslavia.
Para muchos de estos comentaristas, el conflicto de los años 90 se explicaría, aunque sea "en gran medida", por la simple insistencia de una herida abierta que nunca sanó. Discutir a fondo con esta idea y con los presupuestos de Rieff es imposible e irrelevante en este contexto, pero vale la pena señalar que los mejores historiadores de la región han cuestionado repetidas veces esta imagen de los Balcanes como "una región presa del pasado". Y hace falta señalar que, si es cierto que la memoria de la violencia interétnica que había azotado la región en tiempos anteriores funcionó efectivamente como material de propaganda para los nuevos gobiernos nacionalistas que dominaron la región durante los años 90, también podría ubicarse la raíz de muchos de estos problemas en la negativa sistemática por parte de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia desde 1945 hasta 1990 a discutir abiertamente la violencia que sufrió el país durante la Segunda Guerra Mundial.
Las guerras de los años 90 en la ex Yugoslavia, entre ellas la de Bosnia, sin duda encontraron un material fértil para su propia dinámica perversa en una memoria marcada por la violencia; pero el país fue también presa de su propia ambición de "olvidar", ya que los intentos de elaborar desde arriba un relato artificial pacificador eventualmente terminaron por colapsar ante las tensiones políticas y económicas de los años 80, dando paso luego de la caída del comunismo a una nueva guerra de interpretaciones sobre el pasado, en paralelo a la guerra material que se desarrollaba en el terreno. ¿Decir esto significa sugerir que la guerra de Bosnia se podría haber evitado, por ejemplo, con una Comisión de la Verdad luego de la Segunda Guerra Mundial? Definitivamente no. Pero al menos nos invita a matizar la idea de que "el peso de la memoria" habría sido un factor privilegiado en la violencia de los años 90.
Una elaboración colectiva
Más allá de las especificidades del caso bosnio, sin embargo, la idea de Rieff merece una discusión más amplia, ya que plantea un interrogante que nunca deja de emerger en sociedades marcadas por una historia de violencia: ¿es preferible la paz o la memoria? El autor tiene razón en señalar que existe muchas veces una contradicción entre consolidar la paz y lidiar con el pasado: el ejemplo de la transición española es quizás uno de los más relevantes a la hora de pensar este problema, y algo similar podría decirse sobre el caso chileno en nuestras latitudes.
Sin embargo, intuyo que uno de los problemas del texto de Rieff es la elección de conceptos con vistas a una discusión pública: la memoria colectiva o, más bien, las memorias colectivas están lejos de ser el patrimonio de un Estado, un gobierno o incluso de una sociedad pensada como un todo indivisible. Más allá de que el pasado esté siempre disponible para el uso y el abuso, su elaboración no es un hecho único, sino un proceso que se da en forma múltiple y fragmentaria, muchas veces en los márgenes invisibles de los relatos oficiales e incluso resistiendo contra cualquier silenciamiento que se quiera imponer desde la cúpula del poder. El punto aquí es el horizonte de la disyuntiva que plantea David Rieff: ¿es realmente posible obligarnos a olvidar? La historia de sociedades en las que el conflicto interpretativo emergió tarde o temprano contra todo pacto de olvido permite pensar que tal vez en la mayoría de los casos no lo sea. Quizás entonces no debamos discutir qué hacer con la memoria. Pero sí plantear el debate en otros términos. Propongo pensar el problema ya no como una disyuntiva entre la paz y la memoria, sino como una tensión entre la democracia y la justicia.
Es extraño, pero la palabra democracia aparece sólo dos veces en el artículo de Rieff, y siempre de forma insustancial. Un hecho curioso, ya que se trata de uno de los principales horizontes normativos de muchas de las sociedades que se ven envueltas en estos debates. Y doblemente curioso en la medida en que el ejemplo español, por caso, difícilmente muestre que "es posible olvidar", teniendo en cuenta los debates que emergen en la sociedad española hasta hoy.
Lo que sí muestra son las virtudes de la democracia como condición necesaria para que una sociedad pueda discutir sobre el pasado y, potencialmente, avanzar hacia la consolidación de alguna forma de justicia. El debate es áspero, pero la historia señala que algunas veces es preciso postergar la justicia para consolidar la democracia; y no sólo porque la democracia es un valor en sí mismo, sino también porque es en democracia donde mejor se puede discutir el pasado reciente, generar las condiciones simbólicas y materiales para debatir sobre la violencia política y poner en el banquillo a los responsables. La historia demuestra en cambio que muchas veces la persecución de la justicia puede producir en los hechos numerosos obstáculos, moralmente indeseables pero políticamente explicables, para la consolidación de la democracia.
Para nosotros, los argentinos, el problema tiene una frescura y una actualidad cristalinas. Más todavía cuando se toman en cuenta algunas declaraciones recientes de relevancia política menor, pero sin duda poco felices, que cuestionan algunos de los logros más importantes de la sociedad argentina desde el regreso de la democracia. En el terreno de nuestra historia local se vuelve más claro que el nuestro no fue ni es un dilema entre la memoria y la paz, sino entre los tiempos de la democracia y los tiempos de la justicia. ¿Sirvieron las leyes del perdón o el indulto de los años 90 para "hacer olvidar"? La historia más reciente de nuestro país indica que (afortunadamente) no. ¿Sirvieron en cambio para estabilizar una democracia inmadura, en el marco de la cual el gobierno radical de los años 80 tuvo el valor de plantear un desafío al poder militar?
Tal vez haya que reconocer que algunos de los que fracasaron en hacernos olvidar sí tuvieron éxito a la hora de consolidar las condiciones en las cuales seguimos y seguiremos discutiendo lo que nos pasó y lo que recordamos. Y de allí también que hoy, a cuatro décadas de iniciado el período más sangriento de la historia argentina, sea posible y necesario responder a los partidarios de la "reconciliación" que la Argentina necesita justicia, y que nuestra sociedad tiene hoy, pese a sus olvidos o quizás gracias a ellos, la edad necesaria para poder seguir impartiéndola en los tribunales.
Escribo estas líneas desde Zagreb, capital de Croacia y segunda ciudad más grande de la ex Yugoslavia. Tecleo y pienso esto desde un país en donde sigue siendo difícil hablar del pasado, porque la violencia y la guerra se despliegan en capas múltiples, una encima de la otra. Un país tan afectado por la memoria insistente como por los olvidos forzados, que vivió su última guerra hace poco más de veinte años, que estableció su independencia y su primera república parlamentaria bajo el dominio de un gobierno autoritario y chauvinista, pero en donde una joven democracia consolidada a sangre y fuego permite que poco a poco algunos periodistas, académicos, políticos y escritores indaguen en el pasado para darle un poco de satisfacción a esa pulsión implacable que es la voluntad de recordar.
El autor es sociólogo, becario del Conicet y doctorando en Historia (Unsam-Ehess)