Algo más fuerte y grande que el amor
Estamos recostados sobre el sillón, mi mano apoyada en su espalda. Ella se ha acomodado un poco más adelante, cerca del bebesit. En la pantalla miramos a Cleo (Yalitza Aparicio), estirada sobre la camilla. La obstetra le detalla cada paso de la intervención: "Va a salir tu placenta, vamos a pasarte oxitocina". Pero ella no se fija en Cleo: su atención se proyecta más allá, donde en un segundo plano le practican maniobras de reanimación a la beba, que no reacciona.
Ahí percibo, en la palma de mi mano, su respiración profunda; ella mueve su tórax, arriba y abajo. Oigo los sollozos, silenciosos, reprimidos, y me doy cuenta: al igual que Cleo, ella no le presta atención a lo que dice la obstetra al pie de la camilla. Sus ojos son los de Cleo. Miran al bebé. Ansían que respire, que llore, que dé una señal. Y cuando el pediatra, rendido, le lleva a Cleo la beba sin vida y la deja sobre su regazo para que se despidan, ella ya no puede más y suelta un llanto sin consuelo. Se agacha hacia el bebesit, levanta a nuestra hija y la aprieta contra su pecho. Llora como nunca la vi llorar.
Y yo, que no me muevo, que no digo nada, pero que no saco la mano de su espalda, vuelvo a escuchar la voz del partero que, tres meses atrás, me decía: "Vení, papá, vení para acá". Solo entonces me levanté y salí del rincón de esa habitación de hospital donde me había refugiado para observar todo a distancia. Me acomodé al lado de ella y, tal como en el sillón de casa, apoyé mi mano en su brazo, y ahí lo dejé. Sin decir nada. Sin tratar de entender más de lo que sería capaz.
Era el momento de un segundo tacto. El cuello estaba blando pero faltaba dilatación. Con el primer tacto había empezado a sufrir: ella lo describiría como un dolor intenso, que fundió todo a negro.
–En diez minutos rompemos bolsa –dijo el partero.
La aguja debía medir unos 25 o 30 centímetros. Al menos eso me pareció desde donde estaba parado. Me había alejado para darles lugar. El partero la introdujo despacio. Solo se escuchó un "plop". Y enseguida el ruido de agua, tal como fluye en un arroyo.
–Vení, papá, mirá.
El líquido era transparente. Una buena señal.
Entonces empezaron las verdaderas contracciones. Me senté en un sillón de cuero, al lado de la cama, mientras ella permanecía recostada. Me senté en un banquito de plástico, adentro de la ducha, mientras ella se apoyaba sobre el inodoro. Venía el partero, nos preguntaba cada cuánto eran las contracciones y miraba su reloj de pulsera. Cada cinco minutos. Cada dos. Cada uno.
Echada en la cama, siguió el consejo de ponerse de costado, con la panza sobre el colchón. Esa posición apenas la alivió. Ella describiría cada contracción como si alguien tratara de empujar una puerta muy pesada adentro de su propio cuerpo; una sensación indescriptible para los varones, diría.
Su aliento me llegaba frío y apenas ácido. La respiración consciente la ayudaba. Me dio la mano. Cada vez que llegaba una contracción, me la apretaba. Cuanto más fuerte su dolor, más presión sentía yo. "¡Aaahhh! Me duele mucho", repetía ella. Me asusté porque la vi asustada; en estos años ya me había acostumbrado a su tolerancia al dolor. Las contracciones llegaban, pero tardaban en irse: cuando entraban en ese punto cúlmine, no cedían. En ese momento experimenté un vínculo inédito con ella, una ligazón de una intensidad que me excedía.
Miguel de Unamuno, en Niebla, escribió que cuando uno se ha enamorado de veras, al principio no puede tocar el cuerpo del otro sin encenderse en deseo carnal. Pero el tiempo pasa, uno se acostumbra, y llega el día en que lo mismo le es tocar con la mano la pierna desnuda de uno o del otro. Pero también ocurre que si al otro le tuvieran que cortar la pierna, a uno le dolería como si le cortasen la propia.
Hace diez años, cuando leí aquello por primera vez, lo marqué con lápiz y pensé en cómo sería sentir de esa forma y si acaso fuera realmente así. Cuando ahora releo ese pasaje, me doy cuenta de que ese parlamento se da justamente durante una charla sobre un parto. Y creo descifrar aquello que ha escrito el español.
De pronto, el partero se asomó al pasillo y llamó a un médico. Conversaron en voz baja. La luz del mediodía que entraba por las ventanas se hizo más brillante. Tenía dificultades para focalizar. Sentí un sudor frío y volví al rincón del cuarto. Me estaba bajando la presión.
La recuerdo sobre la cama, el camisón blanco, el pelo atado en un rodete, la vía en el brazo. El ambo azul del partero, el verde de un residente, el blanco de una enfermera. En el piso, la pelota para el trabajo de parto, cubierta con una zalea que no llegó a usar. El inodoro tapado de apósitos. El olor a sangre. Y por fin alguien dijo: "¡Vamos!".
Se la llevaron en silla de ruedas. Los seguí por el pasillo, pero el partero me dijo que esperara, que ya me vendrían a buscar. A los pocos minutos –largos, larguísimos–, entró una enfermera: me dio ropa, me indicó que cerrara el armario con llave y llevara el documento de ella y el celular, para sacar fotos.
El traje naranja, medias y zapatillas; la llave en un bolsillo, el DNI en el otro. No llevé el celular. Estaría aislado en esa dimensión donde el tiempo tal como lo concebimos a diario no rige.
Caminaba de un lado a otro frente a la puerta vaivén de la sala de partos. ¿A qué se debía la demora? ¿Alguna complicación? Salió alguien, no recuerdo quién, y me dijo que pasara. Entré a esa otra dimensión. Con las zapatillas envueltas en una tela y una cofia en la cabeza, seguí el llamado del partero. La encontré a ella acostada boca arriba en la camilla. Se la veía más relajada. Ya le habían dado la peridural. Me ubicaron a su lado, sobre un banco alto (le di un beso en la frente al pasar), y enseguida me pasaron la manguera de plástico transparente con el oxígeno para que se la acercara a las fosas nasales (y para que me entretuviera con algo). Con la otra mano tomé una de las suyas.
El obstetra le pidió que abriera y levantara un poco más las piernas. Que corriera los pies al borde de la camilla y comprimiera más su cuerpo. En la pared, un reloj redondo, de cuadrante blanco y agujas negras, marcaba las 12.55. Tum-tum-tum, se escuchaban los latidos del corazón de nuestra hija captados por el constante monitoreo. Y después la percepción se fragmentó. El "dale, dale" del obstetra en cada pujo. Ella fruncía la cara hasta ponerse roja y arrugada, y asomaba ese ramillete de venas justo al costado del ojo. La dejaban descansar. "No sueltes el aire que la fuerza no llega y perdemos el pujo", repetía el obstetra. Y el partero, enfrente de mí, arrodillado sobre un banco, le enterraba su puño derecho en la parte alta de su panza. La redondez se había perdido y la forma de la panza me hacía acordar a ese dibujo que aparece en la primera página de El Principito. Un sombrero para los adultos, una boa que digiere un elefante para un niño, una panza con mi hija para mí.
El anteúltimo pujo se perdió en una exhalación. Y otra vez perdí el foco, llegaron las palpitaciones y el sudor frío en la frente.
Me pidieron que le volviera a acercar el oxígeno y me obligué a concentrarme. A no soltar nuestra ligazón. Apoyé la cabeza sobre el brazo, cerré los ojos, le apreté fuerte la mano y escuché. Recién giré la cabeza cuando el obstetra levantó a esa pequeña alienígena de color gris que se tomó su tiempo para soltar su primer llanto. Y ahí sí le di a ella un último apretón. La solté y salí de la sala.
La película termina. Ella se levanta y me quedo con mi hija. La saco del bebesit, la siento sobre una pierna. Enseguida me agarra el brazo. Le doy un beso en la cabeza. Siento, sutil, su respiración. Así nos quedamos un rato. Y pienso en esa ligazón. La de las manos aferradas durante el parto. La de mi mano sobre su espalda cuando ella lloraba frente a la pantalla. Esa ligazón que llega sin aviso, en momentos contados; y, repentina, se va. Esa que, como dice un personaje cerca del final en De vida ajenas, de Emmanuel Carrère, tal vez sea algo más fuerte y más grande que el amor.