Algo está cambiando en el subsuelo de la patria
“Para los que no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión”, dice Paul Auster con gran acierto. Borges, muy escaldado, define a la patria como una mala costumbre que fatalmente necesitamos y, sobre todo, como un acto de fe. Patria y democracia resultan, para nosotros y en este punto tan especial de la historia, una misma y única materia; la primera no puede concebirse sin la segunda, y ninguna puede ser subalterna de la otra. El proyecto de una patria dura con una democracia líquida conduce a una tiranía encubierta, puesto que eso supone la hegemonía permanente de una “eterna mayoría”, que aduciendo un mandato superior y una presunta razón noble puede violar las reglas y las leyes acordadas, e imponerle sus antojos a cualquier electorado sometido y disidente. Hay, sintomáticamente, una palabra que ha desaparecido del léxico político argentino. La palabra “compatriotas”. Se sigue escuchando más la palabra “vendepatria” que aquel vocablo amigable y olvidado, una expresión que sugería la chance de que todos los habitantes, con sus identidades y matices, fueran compatibles con un mínimo programa común. Los “salvadores de la patria”, aquellos para quienes cualquier insumiso es un cipayo, usan también de manera corporativa el apelativo “compañeros”, aunque la canción asumida en los festejos mundialistas la cambió de hecho por una más ecuménica y barrial: “muchachos”. Hoy una patria es entonces una democracia; no una unanimidad ni un soliloquio, sino un diálogo y una suma de sentidos, y por lo tanto una negociación continua y de buena fe que no deja a nadie afuera y sobre algunos pilares firmes que no deben ser limados. Quienes liman esos pilares lo hacen, aunque no lo digan, en nombre de un sueño totalitario. Y piensan que no se puede ser “patriótico” sin ser nacionalista, lo que implica un trágico malentendido; precisamente ese pequeño gran error, encarnado por muchos caciques a lo largo de demasiadas décadas, nos trajo hasta este aislamiento y hasta esta decadencia amarga. Y ha engendrado -truco de manual- la praxis en bucle de la contienda rabiosa y la inducción al combate del “enemigo interno”.
El peronismo arrebata figuras y conceptos que pertenecen a todos y los acopia ilegalmente
Es igualmente erróneo pensar, como reacción a ese divisionismo muy poco patriótico y a esos enconos incentivados desde el poder, que la patria es un concepto ajeno, castrense o fascista, y por lo tanto sospechoso o repugnante. La patria es un lugar íntimo, emocional e imaginario de pertenencia; una infancia, unos gestos, unos dialectos, unos objetos, unos colores, un talante, una historia, una amistad, un sistema de taras y de artes compartidos, que por cierto puede tener como gusto o ensoñación hasta el ciudadano más abierto, liberal y cosmopolita. Así como la España franquista se apoderó de la bandera y del sustantivo “patria” hasta convertirlos por manoseo en despreciables, el peronismo desarrolló desde el comienzo una apropiación indebida de cualquier símbolo de argentinidad. Y el resto de la sociedad no supo resistir esa operación voraz pero astuta, donde estaba cifrada de algún modo la batalla cultural; terminó así regalando la patria a los patrioteros. Es por eso que Borges, desilusionado, le dedicó a su amigo Manuel Mujica Lainez aquel verso melancólico: “Alguna vez tuvimos una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos”. El peronismo arrebata del imaginario colectivo figuras y conceptos que pertenecen a todos y los acopia ilegalmente en su panteón partidario; los utiliza, los bastardea y empequeñece: los expone en consecuencia al repudio o a la dolorida indiferencia. En contraposición al Messi de nadie, busca hoy levantar infantilmente el Maradona comprometido. Comprometido con el chavismo, con la dictadura cubana y con el populismo psiquiátrico. Pretende así arrebatarnos al fabuloso Maradona jugador, a quien ha indultado por sus pecados privados -tardíos y abominables-, en canje por su entusiasta adhesión al kirchnerismo que, dicho sea de paso, sucedió a continuación de su fervorosa militancia menemista. Cuando Lionel permite que al cántico celebratorio se le añada una estrofa con un homenaje más explícito a Diego y a su familia, lo que consigue con ese gesto es tender un puente y reapropiarse de la leyenda, no confrontar con ella, e inscribirse de inmediato en su linaje. Ese puente que rompe el antagonismo fácil, esa cohesión superadora se vio de alguna manera en los festejos callejeros; estos fueron transversales y, salvo por algunos episodios aislados, dotados de un raro espíritu de concordia. Tuvieron además un volumen inédito en la historia moderna, y posiblemente estén preanunciando una metamorfosis que aún la politología no consigue descifrar.
Una tuitera, bajo el impacto de este resultado y de estas efusiones multitudinarias, escribió sin cuidar las formas: “No somos un país de mierda”. Con valores opuestos al discurso dominante -mérito, esfuerzo, equipo, estudio, elite, progreso, modestia- un grupo de argentinos había dado vuelta la historia, pero sin sembrar cizañas ni hacer trampas. Ni siquiera hizo falta, esta vez, engañar a nadie con “la mano de Dios”. La cuidadosa eficacia de la selección en un país acostumbrado a la negligencia, la transa y la improvisación, y su éxito fulgurante sin necesidad de vínculo alguno con un Estado fundido que se declama presente pero que brilla por su ausencia, nos estremeció inconscientemente a todos. El concepto “unidad nacional”, tallado a fuego en ese contexto específico, es una crítica popular de brocha gorda contra los que gobiernan cavando trincheras. Pocos días más tarde, como si nada de esto hubiese ocurrido o como si se hubiera tratado de un microclima circunstancial -algo que todavía no se sabe con certeza- el kirchnerismo volvió a la carga intentando borrar ese clima y reactivar las guerras del siglo XIX entre el interior y los porteños, y la grieta del siglo XX entre peronistas y antiperonistas. Adornó estos propósitos bélicos, además, con las violentas incursiones de Juan Grabois en la Patagonia, bajo la consigna tristemente paródica: “Las Malvinas son argentinas, Lago Escondido también”. Ya Cristina Kirchner había anticipado su voluntad de resucitar el conflicto permanente y el deseo inconfesable de maradonizar a Messi al sugerir en un tuit que este último se había ganado definitivamente el corazón de los argentinos por un exabrupto único y solitario (“andá pa’ allá, bobo”) y no por una carrera signada por la humildad, el sacrificio y el talento. La incomodidad de la arquitecta egipcia y su despecho quedaron patentes durante el último acto en Avellaneda, donde en lugar de inaugurar un polideportivo a nombre del héroe del momento, se decidió reafirmar la iconografía del paladín de 1986. Cuando la realidad es indócil -con causas judiciales, números catastróficos y desplantes- solo queda la absolución de la historia, y una rápida fuga hacia el pasado, que es lo único que se construye a tambor batiente.
Guillermo Oliveto, el mayor especialista en hábitos y conductas, realizó distintos sondeos para intentar resolver el enigma: ¿el triunfo futbolístico modificó en algo la visión subterránea de la sociedad? En esos estudios preliminares, el Mundial aparecía como el único factor que generaba entusiasmo, en una comunidad que se había retirado de su destino colectivo y que buscaba evasiones individuales de una realidad horrenda. “Hoy nuestros relevamientos señalan que la gente aprecia específicamente la Scaloneta, porque ese símbolo posee todo lo que carece la política oficial: un liderazgo claro y respetado, un rumbo, un trabajo serio y en equipo, una moderación, una sensatez -enumera-. La Scaloneta representa sin duda un nuevo arquetipo social latente. Por eso es que presiento un punto de quiebre, un clic: se puede vencer y llegar alto sin atajos; con organización y puro trabajo, haciendo las cosas bien. La canción que tararean todos, resignificada por el éxito, comienza con ‘esta vez me vuelvo a ilusionar’. Quedó, a la vista, que hay otra manera posible de ser argentinos”. Quedó rebotando también la palabra olvidada e indecible: compatriotas. Y por un rato se esfumó de la patria democrática el enemigo interno. ¿Fue un espejismo o es un espejo?