Algo de luz en un panorama sombrío
La coincidencia es amplia en el diagnóstico: con 65 millones de personas desplazadas en el mundo, de las cuales 21 millones son refugiados, la crisis migratoria de hoy es el peor desastre humanitario de nuestro tiempo.
Pero las coincidencias se terminan ahí, en precisar con una cifra la dimensión de la tragedia. La razón de cómo y por qué se llegó a este desmadre es un debate incómodo -que tanto denuncia las culpas coloniales y extractivistas del capitalismo global como las responsabilidades de las dirigencias en los países de origen-, un debate muy vital en los ámbitos académicos, pero menos atendido por los gobiernos, urgidos como están por encontrar salidas a una crisis que todos los días les deja muertos en la puerta, conmueve a sus ciudadanos y pone en agenda una perturbadora discusión de fondo sobre ética y política que inquieta a los dirigentes.
Hace dos años, la foto de Aylan Kurdi, el bebe sirio encontrado muerto sobre la arena de una playa turca, sacudió la conciencia de Europa. Así titulaban los principales medios del continente. La imagen no aportaba novedades sobre la tragedia cotidiana, sólo la mostró de la manera más delicada y tal vez por eso mismo más desoladora, y se convirtió en el catalizador de todo el dolor y todas las indignaciones.
Aylan se volvió un clamor: si muchas veces la muralla más difícil de saltar es la indiferencia de la opinión pública, muchos gobiernos se enfrentan hoy a un problema distinto: las imágenes de muertos y deportados, de centros de refugiados calamitosos, de niños que mueren en los mares o desfallecen de hambre ante las puertas de ciudades opíparas producen fracturas internas: así como muchos europeos se han movilizado para dar refugio a los desamparados y presionan ante sus gobiernos en busca de respuestas públicas solidarias, muchos otros, preocupados por la escasez de trabajo, por los ejemplos fallidos de integración y por la amenaza del terrorismo, piden el endurecimiento de las fronteras y ponen el foco no en las culpas de Occidente, sino en las de los países de donde huyen las multitudes. Unos y otros se expresan en las urnas.
A casi dos años de la foto de Aylan Kurdi, que motivó entonces promesas de generosidad, los titulares empiezan a cambiar ("De las lágrimas por Aylan al «no vengan a Europa»: las frases que retratan a la UE"): Italia anuncia que patrullará las aguas de Libia para reprimir en origen el éxodo que le llega hasta sus costas y una ministra danesa sugiere como solución que haya menos nacimientos en África. Lo resumió en una entrevista reciente la filósofa francesa Barbara Cassin: "Se acepta, en el plano de las políticas de Estado, que el Mediterráneo sea un cementerio".
Hace un mes, durante las jornadas Migrantes y Refugiados, que organizó el Ministerio de Cultura, el alcalde de un pequeño pueblito de Calabria, en Italia, puso luz en un panorama bien sombrío. Domenico Lucano recibe en Riace, desde hace años, cientos de refugiados. No los confinó en centros de acogida: les dio las casas que habían quedado cerradas cuando muchas familias se fueron del pueblo en busca de mejores horizontes (muchos vinieron a la Argentina y hasta aquí llegó el alcalde en años pasados para pedirles las llaves de sus viejos hogares). Riace, que se estaba convirtiendo en un pueblo fantasma, hoy volvió a abrir una escuela primaria, y viejos pobladores e inmigrantes trabajan juntos en talleres de artesanías, en panaderías y en pequeños comercios.
El año pasado, la revista Fortune incluyó al alcalde entre los 50 personajes más influyentes del mundo por su modelo de integración y destacó que el modelo de Riace ha sido analizado como posible solución a la crisis de refugiados en Europa. Domenico Lucano no está tan seguro de eso. Muy pocos políticos se han acercado a verlo desde entonces y, como escribió un editorialista del diario La Stampa, "nadie jamás le pidió una opinión sobre el problema de los inmigrantes al único que parecería haberlo resuelto".