¿Alcanzamos una verdadera democracia?
El sistema democrático de gobierno supone un procedimiento que, para ser virtuoso, exige una serie de condiciones previas; de allí que al buen gobierno le competa asegurar esos requisitos que garantizan una vida política sana
El chico no se cansaba de pedirle al papá que lo llevase a ver desfilar al ejército. Finalmente, el papá accedió. Pasaron la infantería, la caballería, los tanques, los cañones, el cuerpo de sanidad, las bandas militares. Cuando terminó el acto, el chico se puso a llorar: “No cumpliste tu promesa: ¡al ejército no lo vimos desfilar!”. El papá no sabía cómo explicarle que sí, que eso que habían visto pasar era el ejército. Y optó por calmarlo comprándole un helado.
En todo caso, no era sencillo que la criatura entendiese que un concepto como “ejército” se sitúa a un nivel distinto de los elementos que lo componen. Así, hay una amplísima categoría de palabras que designan cosas que se pueden ver (“observables”) y otra igualmente amplia que nombra objetos que no son visibles en tanto tales de modo directo (“inobservables”). El ejército es un ejemplo de estos últimos, así como lo son la universidad, el hospital o el amor. Y bien: ¿a cuál de las dos categorías pertenece la palabra “democracia”? No es una pregunta inocente. Como se verá, su objetivo último es saber si en la Argentina vivimos hoy en democracia. O no.
Primero, dos señalamientos. Uno, que en la era moderna el término recién se comenzó a difundir en Occidente con un sentido positivo desde principios del siglo XX (en tiempos de la Segunda Guerra Mundial sólo había doce democracias constitucionales en todo el mundo) y el público dio vagamente por supuesto su significado, en especial en una América latina mucho más preocupada por las dictaduras militares y los autoritarismos populistas. El otro señalamiento es que la noción siempre tuvo apellido: “democracia representativa”, “democracia directa”, “democracia liberal”, “democracia socialista”, etc. Voy a ceñir entonces aquella pregunta a la democracia representativa, que es la que adoptó nuestra Constitución sin nombrarla. Mi respuesta es que se trata de un inobservable y de ahí que sean tan discutidos sus referentes en la literatura especializada. Reitero que me interesa plantearlo no por razones epistemológicas, sino por las consecuencias políticas que resultan.
Hubo, sin embargo, un economista austríaco emigrado a Harvard en los años 30 que para muchos liquidó cualquier duda y, puesto en mi lugar, habría respondido que la democracia es un observable. Hablo de Joseph Schumpeter, aristócrata, elitista, sospechado de simpatizar con los nazis y poseedor de un notable talento. Ocurre, dice, que, contra lo que suele creerse, en una democracia la ciudadanía no empieza por definir y decidir las controversias políticas para después designar a un conjunto de representantes que se encargue de implementar lo resuelto. Sucede al revés. Primero se elige a los representantes y luego son éstos quienes se ocupan de resolver las controversias y de tomar las decisiones. Conclusión: la democracia no es un fin en sí mismo, sino simplemente el nombre que le damos a un procedimiento, a un método que le permite al pueblo elegir a sus gobernantes.
Pero las apariencias engañan. Porque Schumpeter sujetó este procedimiento a una serie muy importante de condiciones para que fuera digno de su nombre. Como previno varias veces, “si un físico observa que el mismo mecanismo funciona de un modo diferente en épocas y en lugares distintos, concluye que su funcionamiento depende de condiciones extrañas al mecanismo”. Sucede otro tanto con la democracia, que, ausentes ciertos requisitos, puede convertirse en uno más de los “despotismos electivos” que ya eran denunciados en el siglo XVIII. ¿Cuáles son estos requisitos? Ante todo (y no es poco), según Schumpeter el método sólo es aplicable en sociedades altamente desarrolladas económica y socialmente. Después, la profesionalización de la política exige un elevado sentido de la responsabilidad y un fuerte compromiso moral por parte de quienes la practican, para impedir que se corrompan o se perpetúen en el poder. A esto se le suma la necesidad de que haya, por un lado, una burocracia muy bien capacitada, imparcial y de reputación intachable y, por el otro, una ciudadanía con un estándar de vida satisfactorio y un calibre intelectual y moral que la ponga a salvo de los ofrecimientos de “fulleros y farsantes”. Más aún: deben existir “un respeto absoluto por la ley y un alto grado de tolerancia hacia las diferencias de opinión”. Como se torna evidente, y por buenas razones, la democracia “procedimentalista” está lejos de ser un observable simple e inmediato. Con el método solamente no alcanza y el propio Schumpeter lo subraya cada vez que puede.
Claro que su falta de afinidad con el liberalismo hizo que dejara afuera a dos de los mayores legados históricos de este último: la división de poderes y la existencia de los partidos políticos. Al incorporarlos, disponemos ya del bagaje conceptual indispensable para disipar algunas confusiones respecto de nuestra experiencia con la democracia representativa.
Una, muy llamativa, se ha vuelto un lugar común que nadie cuestiona y que toma la forma de la frase: “En 1983, con el regreso de la democracia”… Hasta donde se sabe, únicamente regresa algo que estuvo antes. ¿Y cuándo fue que esto pasó? La Argentina recién se consolidó como nación hacia 1880, o sea, apenas 136 años atrás. Los 36 primeros fueron los años de la “república oligárquica”, que nunca pretendió ser una democracia. Vino después el ascenso del personalismo yrigoyenista, que, en tanto encarnación del pueblo, se consideraba un movimiento y no un partido, se rehusaba a formular un programa específico de gobierno y echó las bases del populismo. Desde 1930, comenzaron –con interrupciones– 35 años de dictaduras militares. A partir de 1945 se instaló el populismo peronista, declaradamente hostil a principios de la democracia representativa tales como la división de poderes o la existencia de partidos políticos. A esto lo siguieron luego casi dos décadas de proscripción del peronismo, que privó de legitimidad a las presidencias de Frondizi y de Illia. Repito: ¿qué regresó entonces en 1983?
Pero si no había una tradición democrática en el país antes de esa fecha, tampoco se la estableció después. Valga recordar la tentación movimientista del propio Alfonsín, seguida luego por más de dos décadas de populismos de distinto signo pero idéntica convicción no republicana. No sólo esto. Como ya dije, para el mismo Schumpeter la democracia no era capaz de crear las condiciones que la hicieran posible. Ésta es, precisamente, otra confusión a despejar: democracia y buen gobierno no son sinónimos. Al buen gobierno le toca asegurar el desarrollo económico, social y cultural, la justicia social y la solidez de las instituciones. Es decir, el contexto donde pueda implantarse y prosperar esa democracia representativa que nunca tuvimos y que debería constituirse, a su vez, en uno de los pilares esenciales del buen gobierno.
Nos hace falta tomar plena conciencia de que nuestros abismales niveles de desigualdad, de concentración económica, de pobreza, de desocupación, de precariedad laboral, de corrupción y de degradación moral nos inhiben de considerarnos una democracia. No es un argumento retórico. Todo aquello que contribuya a mantener o a profundizar el statu quo se vuelve un obstáculo para que algún día podamos vivir en un país razonablemente democrático. La tolerancia política no es lo mismo que la tolerancia con la impunidad, ni la libertad de expresión, un permiso para injuriar y calumniar. Sin una adecuada igualdad de condiciones, la igualdad de oportunidades sólo significa que un rico y un pobre tienen el mismo derecho a pedir limosna. Por eso, el primer paso del pregonado cambio cultural que precisamos consiste en enterarnos de que aún no vivimos en una democracia y que la gran tarea de un buen gobierno es poner decididamente rumbo hacia ella.
Abogado y politólogo, ex secretario de Cultura de la Nación