Alberto Fernández se radicaliza para sobrevivir
Pocas personas conocen tanto a Alberto Fernández como Randazzo. La relación se fortaleció cuando ambos eran jefes de Gabinete, el primero de Kirchner a nivel Nación, el segundo de Solá en la provincia de Buenos Aires, pues, de alguna manera, fueron los ideólogos del primer desembarco K en ese distrito vital: juntos diseñaron la estrategia que permitió en 2005 que Cristina se alzara victoriosa nada menos que frente a Chiche Duhalde. El vínculo, aunque con altibajos, siguió siendo estrecho y llegó a su punto máximo en 2017, cuando el actual presidente fue jefe de la campaña de Randazzo en su frustrado intento de ganar una banca en el Senado bonaerense, compitiendo contra Esteban Bullrich y contra la propia CFK. Por todo eso, las declaraciones recientes del exministro de Transporte, frías y contundentes, cobran tanta relevancia: si el Gobierno es un proyecto familiar de Cristina, como dice, Alberto, parafraseando a la propia vice, es un presidente que no preside.
En efecto, carece de un aparato político y territorial propio que le permita al menos intentar forzar un balance de poder. Además, sufre el efecto Antón Pirulero entre los principales factores de poder del peronismo moderado: intendentes, gobernadores y sindicalistas atienden sus propios juegos, prefieren evitar batallas abiertas contra el Instituto Patria y se abroquelan en sus distritos y organizaciones siguiendo la popular máxima del General: “Desensillar hasta que aclare”.
Por otra parte, a la falta de legitimidad de origen –el Presidente logró su nominación gracias a Cristina y su triunfo electoral se debió, al menos en un gran porcentaje, al caudal electoral que ella sigue conservando, insuficiente para ganar por sí misma pero indispensable como socia mayoritaria de una coalición– le suma la ausencia total de logros tangibles en su gestión, con picos negativos en dos capítulos claves para la sociedad, como la economía y la pandemia. Eso obtura cualquier intento de reclamar, a catorce meses de iniciado su mandato, alguna cuota de legitimidad de ejercicio a modo de ancla para construir un liderazgo más autónomo. Por si todo eso fuera poco, el escándalo de las vacunas puso de manifiesto que, aunque en la mayoría de los casos se ve obligado a alinearse con las obsesiones de su compañera de fórmula y paga un costo de reputación enorme por eso, ya que desdibuja su perfil electoral supuestamente moderado, Alberto se reserva para sí mismo un margen significativo para cometer macanas propias: Ginés González García era un hombre de su riñón y del “vacunagate” es muy poco lo que se puede endilgar a Cristina.
En este contexto, tratar de desafiar abierta o sutilmente los parámetros ideológicos que emergen del kirchnerismo se presenta como una misión casi imposible: su habilidad para avanzar en una agenda que ignore –y por eso compita con– las prioridades de Cristina es, por ahora, prácticamente nula. Alberto Fernández se resigna a mimetizarse, al menos en términos narrativos. Su discurso en la última apertura de las sesiones ordinarias del Congreso ratificó el breve y probadamente fracasado vademécum instrumental K puro: polarización y agresión a la oposición, ausencia total de autocrítica, confrontación con los medios y con la Justicia, entre otras alternativas de un menú variopinto. Una vez más, la grieta se consolida como política de Estado. La cristianización tardía de Alberto Fernández es el fruto de una múltiple frustración ante la incapacidad para seguir disimulando su debilidad ante la opinión pública, la oposición, los actores sociales (en especial los empresarios) y su propio espacio político, un peronismo porteño que, excepto con Carlos Grosso, jamás soñó con liderar un proyecto autónomo de poder, pero que no se adapta fácilmente a integrar una administración tan desarticulada y vacilante.
A propósito, todo justicialista de esta ciudad que se precie de tal debe demostrar un vínculo con el Papa. Pues bien, las religiones occidentales sostienen la necesidad del sacrificio y del sufrimiento para alcanzar eventualmente el paraíso. ¿Apostará el Presidente a vivir en el futuro una realidad con menos sinsabores? Por ahora, su indomable espíritu de supervivencia lo lleva a niveles de ambigüedad extremos. Por un lado, debe satisfacer a CFK, consciente de que necesita unirse al enemigo que no tiene posibilidad alguna de vencer si quiere llegar vivo a 2023 y, eventual y potencialmente, aspirar a la reelección. Por el otro, y simultáneamente, necesita contener el espíritu depredador del cristinismo, con tendencias autodestructivas notables, de las que el propio Alberto fue una de las primeras y principales víctimas allá por 2008, luego y como consecuencias de la crisis desatada por la resolución 125.
Si se produce algún galimatías exótico –que el valor de la soja continúe tan alto, que la represión financiera siga dando resultados, que los controles de precios rindan algún fruto, que la oposición se divida y se excluyan los pocos buenos candidatos– y el Frente de Todos logra este año una elección decorosa, aun perdiendo un 10 o un 15 por ciento del caudal electoral de 2019, podría consolidarse como un buen gerente del proyecto de Cristina y posicionarse como candidato a ser reelecto, tal vez bajo la premisa “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Si se obtiene en las urnas un resultado mediocre, le queda aún media gestión para revertirlo. Y, si resulta un desastre, este modelo contradictorio también le permite apostar a un salvataje: podría aducir que no tuvo la posibilidad de ejercer el poder según su voluntad y sus criterios e iniciar de una vez por todas el en estos momentos utópico albertismo. Si algo tiene en claro Cristina –que aún no termina de digerir el fallo sobre Lázaro Báez– es que sus problemas judiciales se acelerarán si ella pierde el Ejecutivo. Ante esta perspectiva, tal vez priorice una postura defensiva para conservar algo de influencia y vuelva a las lides de la moderación.
La debilidad de Fernández –que se agranda por la ausencia de un partido unificado que lo respalde– es en gran medida consecuencia del presidencialismo de coalición que domina la vida pública nacional. Se trata de agrupaciones capaces de ganar una elección, pero no de gobernar de forma articulada y responsable, debido a que nunca se transforman en aparatos de gobierno sistemáticos, estables y organizados. Se constituyen así en una fuente permanente e inagotable de conflictos que terminan implosionando: ocurrió con la Alianza de De la Rúa, pero también con el acuerdo entre Kirchner y Duhalde (gracias a los oficios de Fernández y Randazzo), con el súbito colapso de la concertación plural entre Cristina y Cobos y con Cambiemos, cuyo presidente ignoró desde el poder los diferentes elementos que componían su coalición. La Argentina lleva aplicando este formato desde hace más de 20 años. Hasta el momento, solo logró perpetuar una crisis política que parece no encontrar su piso.