Alberto Fernández inaugura la era del hipopresidencialismo
El Presidente disfrutó fugazmente la popularidad en la primera etapa de la pandemia, antes de que su imagen, su autoridad y su palabra se devaluaran como la moneda; ni De la Rúa llegó a una situación tan lamentable
- 7 minutos de lectura'
Fascinante tarea tendrán los historiadores del futuro cuando desmenucen esta singular etapa del desarrollo político argentino, en especial los que deban analizar el (dis)funcionamiento interno de la actual coalición gobernante. Tal vez esbocen la hipótesis del trilema del Frente de Todos: solo hay lugar en esta administración para dos de los tres integrantes del acuerdo político que propició Cristina en mayo de 2019. En la primera etapa, hasta la derrota en las PASO de septiembre del año pasado, fueron el Presidente y su vice los que mantuvieron, no sin conflictos y con un vínculo desgastante de por medio, la centralidad política y de la gestión. A partir de entonces se inició una larga agonía que derivó en que esa primera sociedad, fracasada y sumida en una parálisis asfixiante que devoró la legitimidad de ejercicio del Presidente, fuera desplazada para que una nueva, integrada también por CFK pero ahora con Sergio Massa como nueva figura preponderante, intentara encauzar una severa crisis económica que había adquirido una dinámica propia y amenazaba con derivar en otro episodio hiperinflacionario como los que el país padeció en 1989-1990.
Es imposible a esta altura estimar el resultado que tendrá este último experimento de la sucesión infinita de mutaciones que lleva el peronismo. Pero es evidente que la señora de Kirchner viene ejerciendo con decisión su poder de veto como accionista mayoritaria del FDT y mantiene la iniciativa en un contexto en el que la liga de gobernadores también jugó sus fichas para sostener a Juan Manzur en la Jefatura de Gabinete de Ministros. El tucumano cumple un papel fundamental: a partir de la reforma constitucional de 1994, su oficina tiene a cargo la ejecución del presupuesto, cuya ley aún no fue aprobada. El Gobierno tiene hasta el 15 de septiembre para enviar un nuevo proyecto al Parlamento, en el que deberá incluir muchas más precisiones de las que brindó Massa en su conferencia de prensa de anteayer. Eso será luego de otra fecha clave: a comienzos del próximo mes, el FMI debe decidir otro desembolso como parte del programa firmado el pasado otoño. Por eso el primer viaje del nuevo ministro será a Washington, para asegurarse de que no habrá sobresaltos por ese lado.
El proceso de desmantelamiento del otrora “superministerio” de Economía no había comenzado con el despido de Roberto Lavagna por parte de Néstor Kirchner en noviembre de 2005, sino mucho más temprano: las desinteligencias y tensiones entre Domingo Cavallo y Carlos Menem eran muy significativas bastante antes de que estallara el escándalo en torno a Alfredo Yabrán: estaban en juego la velocidad y la profundidad del programa de reformas estructurales. “Reglas vs. discrecionalidad”, analizaría más tarde el Nobel de Economía noruego Finn Kydland: la decadencia argentina es precisamente resultado del predominio de la segunda. En ese sentido, los constituyentes de Santa Fe, entre ellos, el matrimonio Kirchner, consensuaron este acotamiento de los atributos del ministro de Economía, una figura que con Cavallo había adquirido, tal vez como nunca, una influencia extraordinaria: demasiado para un sistema político gastomaníaco, que retomó en silencio la iniciativa frente a la hegemonía de un orden tecnocrático al cual no se animaba a enfrentar, pero al que tampoco se resignaba a someterse.
Massa representa la coronación del sometimiento de la economía a los dictados de la política, aunque se esfuerce en enviar señales al mercado y en su fuero íntimo crea en las virtudes de la prudencia fiscal y la astringencia monetaria. Existen múltiples antecedentes de no economistas que revistieron como ministros del área. Álvaro Alsogaray y Miguel Roig eran ingenieros. Federico Pinedo, Jorge Wehbe y José Alfredo Martínez de Hoz, abogados, como Massa (antes de la década de 1950 no había carrera de economista). Pero es la primera vez que un político de peso y excandidato a presidente se hace cargo de esta cartera clave. Su ingreso en el Ejecutivo termina de desplazar a Alberto Fernández a una marginalidad sin precedente. Es que el hiperpresidencialismo fue una característica prevalente en nuestra historia, incluidas estas últimas décadas de transición democrática. Lo vimos en el Raúl Alfonsín del discurso en Parque Norte de 1985 y en el Carlos Menem del período 1991-1997, entre el lanzamiento de la convertibilidad y la derrota electoral que proyectó a la Alianza. También en el Néstor Kirchner del período 2005-2007 y en la Cristina Fernández de 2011-2013, entre el 54% y su dilución en las urnas, irónicamente a manos de Massa. Mauricio Macri exhibió algunos rasgos, pero terminó enredado en los traspiés de una crisis económica previsible y agravada por las inconsistencias de su propia gestión. Y Alberto Fernández disfrutó fugazmente de las mieles de la popularidad durante la primera etapa de la pandemia, antes de que su imagen, su autoridad y su palabra se devaluaran al mismo ritmo que la moneda para dar lugar a la inédita figura del hipopresidente. Ni Fernando de la Rúa llegó a una situación tan lamentable.
Hasta hace pocas semanas seguía aferrado a la fantasía estéril de una eventual reelección; hoy debe adaptarse a la incomodidad de un “pato rengo” sin futuro ni destino, con eternos 15 meses por delante en los que deberá definir (algo muy difícil para él) qué legado tendrá su corto liderazgo presidencial. Puede caer en la tentación de buscar alguna “terapia ocupacional” como la política exterior. En ese plano, si consultara con el colombiano Ernesto Samper, uno de los impulsores del Grupo de Puebla, podría entender los sinsabores que enfrentan los presidentes desacreditados. Algunos lo imaginan en interminables y evasivas guitarreadas en el chalet contiguo a su residencia en Olivos, grabando temas con el gran Gustavo Santaolalla o ensayando coros con su admirado Litto Nebbia. A juzgar por la calidad de la mayoría de las decisiones que tomó hasta la fecha, tal vez no sea una alternativa tan ingrata en lo personal, en especial porque derivaría en daños acotados para el conjunto de la sociedad.
Podría dedicarse a otras tareas más valiosas que, con el tiempo, hasta le otorgarían algún reconocimiento. Su gestión carece de logros tangibles, pero al menos hasta ahora no se detectó ningún escándalo de corrupción de los que nos tienen acostumbrados los gobiernos kirchneristas. Alberto Fernández podría aprovechar este atributo para mandar al Congreso un paquete de reformas orientadas a mejorar la calidad institucional en materia de transparencia. Eso no borrará la mancha que significa que tanto la Oficina Anticorrupción como la Unidad de Información Financiera se abstuvieran de continuar colaborando con la Justicia en las investigaciones en las que está involucrada CFK. Pero haría un aporte significativo hacia adelante.
Otra opción sería avanzar en serio en la agenda de cambio climático y definir una nueva institucionalidad para regular las transiciones entre gobiernos, para facilitar la continuidad en la gestión de los asuntos públicos más importantes y un manejo fluido de la información crítica. Para alcanzar esos consensos básicos que esas iniciativas requieren, el espacio óptimo parece ser el Consejo Económico y Social, que de paso se pondría en valor luego de la invisibilidad en la que quedó por el fárrago de la crisis y la ausencia de una estrategia política y comunicacional adecuada.
Fernández aún cuenta con la posibilidad de moldear la manera en la que será recordado. Tiene mucho tiempo para perder, pero poco para lograrlo.