Alberto Fernández, el final de un destino
El expresidente enfrenta un destino de cárcel o encierro después de que se conocieran no solo los chats de María Cantero, su exsecretaria privada, sino también las imágenes que Fabiola Yañez compartió sobre durísimas golpizas recibidas de mano de quien fue jefe del Estado
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Nunca imaginó que sería presidente de la Nación, pero menos imaginó que su vida pública terminaría reducida a pobres escombros de la historia. Alberto Fernández enfrenta un destino de cárcel o encierro después de que se conocieran no solo los chats de María Cantero, la exsecretaria privada del expresidente, sino también una parte pequeña, aunque suficiente, de las imágenes que Fabiola Yañez compartió sobre durísimas golpizas recibidas de mano de quien fue jefe del Estado. En el colmo de la hipocresía, Cristina Kirchner salió a decir que Alberto Fernández fue un mal presidente (¿recién se enteró?), pero que también lo fueron Mauricio Macri y Fernando de la Rúa. ¿Quién le pidió una evaluación política de los últimos presidentes argentinos? Ella solo debía opinar sobre los estragos humanos que hizo quien ella alzó hasta la cima misma del Estado. Ni Macri ni De la Rúa fueron denunciados nunca por golpear a sus esposas. Ese dueto, Cristina Kirchner y Alberto Fernández, fue astuto para acceder al poder cuando ella no podía llegar sola y él no podía llegar sin ella. Los dos destruyeron lo que había, pero fueron incapaces de construir una alternativa para resolver la crisis nacional. El gobierno terminó al final en manos de Sergio Massa, quien también obtuvo poder y candidatura presidencial de las manos de Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Para gobernar al lado de Cristina Kirchner se necesitaban una idea clara de país y una dosis no menor de coraje si quería enfrentarse con una vicepresidenta sin emociones ni afectos más allá de sus hijos. Alberto Fernández careció de esos dos requisitos y concluyó como un presidente virtual que en realidad no fue. Entregó el poder cuando accedió a la presión de Cristina Kirchner para que se fueran de la administración el entonces jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, tal vez el único político que le fue totalmente leal, y la también entonces ministra de Justicia, Marcela Losardo, una vieja amiga y socia del expresidente peronista. Cafiero y Losardo integraban el primer círculo político y personal que rodeaba a Fernández. Cafiero recayó en la Cancillería, de donde Alberto Fernández eyectó groseramente a Felipe Solá; Losardo pasó el exilio en una embajada intrascendente. A partir de entonces, cada vez que Cristina Kirchner lo desafió, fue Alberto Fernández quien parpadeó primero.
Así fue su declinación política, pero nadie supuso nunca que, mientras tanto, el Presidente golpeaba durante días interminables a su pareja en Olivos. Las primeras imágenes de Fabiola Yañez en poder de la Justicia, con evidentes señales de haber sido seriamente golpeada, datan de los primeros meses de la pareja viviendo en Olivos. Puede inferirse que el entonces presidente castigó físicamente a su esposa durante los cuatro años que moró en Olivos. Nadie sabe todavía con qué frecuencia lo hacía porque esa información la tiene solo Fabiola Yañez, quien, según fuentes judiciales, declarará en los próximos días ante el juez Julián Ercolini y los fiscales Carlos Rívolo y Ramiro González.
Los funcionarios públicos tienen el deber de denunciar los delitos que conocen. La Justicia les pedirá respuestas
La Justicia espera también que Yañez confirme –o no– que todas las palizas que recibió de Alberto Fernández sucedieron en la quinta presidencial de Olivos. Si fueron solo en Olivos, el caso pasará seguramente a la Justicia Federal de San Isidro, donde el expediente deberá sortearse entre dos jueces: Sandra Arroyo Salgado, la exesposa del fiscal asesinado Alberto Nisman, y Lino Mirabelli, quien llevó adelante la investigación por la fiesta en Olivos durante la inhumana cuarentena dispuesta por Alberto Fernández. Aunque la violencia de género no es un caso de la Justicia Federal, en los tribunales federales se insistió en que esta causa sí lo es. Las razones: fue el presidente de la Nación quien le pegó de manera brutal a su pareja, que oficiaba de primera dama, en la residencia oficial de los jefes del Estado argentino, que es territorio federal. Un aspecto importante que se tiene en cuenta en los casos de violencia de género es la desigualdad de fuerzas entre un hombre y una mujer. ¿Cuánta desigualdad más hubo si la fuerza la ejerció no solo un hombre, sino también quien ocupa la más alta función en la conducción del Estado? La evidencia actual permite la conclusión de que Fabiola Yañez decidió descerrajar una guerra sin cuartel ni tregua contra su expareja Alberto Fernández. Debe hacerlo; es su derecho y también su deber para alentar a otras mujeres golpeadas a hacer lo que ella está haciendo. Las imágenes y los chats en los que Yañez acusa al entonces presidente del delito aberrante de golpear a una mujer (incluida su conversación por Zoom con la Justicia argentina) están en manos del juez Ercolini desde mediados del mes de junio último y nada había trascendido hasta ahora. Cristina Kirchner prejuzgó (es la especialidad de la casa) cuando buscó culpables por la “revictimización” de Yañez sin averiguar antes de dónde salieron la información y las imágenes.
La Cámara de Casación Penal confirmó al juez Ercolini al frente del caso de los supuestos negociados por los seguros del Estado. Ercolini fue ratificado también, por ahora, en el caso de la mujer golpeada. Quienes conocen a Ercolini aseguran que no es una persona que se regodea con la venganza. Alberto Fernández puede estar tranquilo, entonces. Tendrá un juicio justo, pero tendrá un juicio. Vale la pena repetirlo, pero si bien se mira, Alberto Fernández actuó como un golpeador cuando fue presidente de la Nación. Por ejemplo, cuando denunció penalmente a varios jueces (el anuncio lo hizo por cadena nacional) por un viaje a la residencia de Lago Escondido. Entre esos jueces –todos acaban de ser sobreseídos porque no hubo delito alguno– estaba Ercolini. Aquella cadena nacional fue un insoportable escrache público promovido por un hombre que se sentía con más poder mediático y real que los acusados. También el fiscal Carlos Stornelli fue dos veces aludido y denigrado en público por Alberto Fernández nada menos que en su discurso anual ante la Asamblea Legislativa. Se escandalizó porque no le habían aplicado la doctrina de la prisión preventiva. Es decir, pidió que Stornelli fuera preso. ¿Por qué? Por una operación montada por el kirchnerismo durante un verano en Pinamar; hacían aparecer al fiscal diciendo y haciendo cosas que nunca dijo ni hizo. ¿Por qué Pinamar? Porque ahí mandaba el entonces juez federal de Dolores Alejo Ramos Padilla, que tiene claras simpatías con el kirchnerismo. ¿Por qué Stornelli? Porque acababa de investigar el caso de los cuadernos, la mejor biografía de la corrupción kirchnerista escrita por un chofer del oficialismo en varios cuadernos rústicos. En otras palabras, Stornelli fue también escrachado públicamente por el presidente de la Nación.
Confinado en un departamento de 80 metros cuadrados, en Puerto Madero, a Alberto Fernández le es imposible imaginar siquiera salir a la calle para tomar un café o para comer en un restaurante. Tenía la costumbre de los porteños de frecuentar los cafés y los restaurantes. Esa costumbre pasará a la historia. Tampoco puede salir del país, pero ¿dónde iría si la Justicia lo dejara salir? En España, que es el país que más frecuenta, lo aguardan los argentinos que se fueron a vivir durante su gestión presidencial; la dirigencia política española es, además, muy sensible ante hechos de violencia contra mujeres. Perdió todos los amigos españoles que tenía. Por perder, perdió hasta la cátedra que tenía en la Facultad de Derecho, no por decisión de las autoridades de esa casa de estudios, sino porque ningún alumno quiso cursar con él. Esas son las condiciones del mundo crepuscular en el que vive.
Algunos peronistas insidiosos se preguntaron por qué hay tanto escándalo con la denuncia de Fabiola Yañez contra Alberto Fernández y por qué no lo hay tanto por la denuncia de Mariano Macri contra su hermano Mauricio. La denuncia de ese Macri es contra todos sus hermanos (Mauricio, Gianfranco y Florencia) y tiene que ver con un pleito familiar por acciones empresarias. ¿Existe una comparación posible entre esa denuncia por el control empresario de una familia y los espeluznantes rastros de golpes de un hombre contra una mujer? Imposible. Además, Mauricio Macri ya no es accionista de ninguna de las empresas que fueron de su padre, Franco. El expresidente dispuso primero la donación de sus acciones a sus hijos, pero luego estos, cansados de lo que entendieron como una persecución política, le vendieron esas acciones a su tío Gianfranco. Mariano Macri le hace, por lo tanto, una denuncia por manejos empresarios a alguien que ya no es dueño de las empresas. Son problemas que suelen suceder en los trámites sucesorios de fortunas importantes.
Otros peronistas (a veces, son los mismos) tratan de explicar la violencia de Alberto Fernández con el estado de permanente tensión y estrés que este vivía cuando era presidente por la presión de Cristina Kirchner. Es cierto que su entonces vicepresidenta no lo dejaba vivir en paz, pero nada puede explicar ni justificar que un hombre golpee hasta desfigurar la cara de una mujer. La investigación solo ha comenzado. Todavía falta que la Justicia, después de escuchar a la ex primera dama, se interne en las responsabilidades de los funcionarios que sabían lo que pasaba en Olivos y no lo denunciaron. Por ejemplo, los integrantes de la Casa Militar que están siempre cerca del presidente; lo miembros de la custodia, que debieron escuchar los gritos de la mujer; los médicos que atienden a los presidentes y su familia, y la propia María Cantero, que era, al mismo tiempo, confidente de Yañez y funcionaria pública. Los funcionarios públicos tienen el deber de denunciar los delitos que conocen. Falta un trecho largo hasta el tramo final de la peripecia de Alberto Fernández. Pero ya no está en el poder y su destino es no volver a estarlo nunca.