Al rescate de la libertad de prensa
La democracia liberal está unida al periodismo libre desde su nacimiento; resulta inconcebible la una sin el otro, y se antoja difícil la supervivencia de la primera sin la conservación del segundo
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Se cita con frecuencia la frase de una carta que Thomas Jefferson envió desde París a su amigo Edward Carrington en 1787 en defensa de la libertad de prensa como garantía última del derecho de los ciudadanos a censurar el comportamiento de su gobierno. Tan vital le parecía ese derecho, depositado en nuestras democracias en los medios de comunicación, que “si tuviera que decidir”, decía el tercer presidente de Estados Unidos, “si es preferible tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría ni un momento en preferir lo último”.
Esa regla, el respeto a la independencia del periodismo como exponente de la opinión pública, ha marcado siempre el sistema político norteamericano y es, precisamente, una de las razones que explican su estabilidad y su éxito durante más de dos siglos. En muchas ocasiones, el poder político ha tratado de debilitar a los medios de comunicación de Estados Unidos mediante la intimidación o el descrédito –Donald Trump es un ejemplo reciente–, pero la prensa siempre acabó imponiéndose, para suerte del sistema, que tiene ahí una pieza fundamental para facilitar el equilibrio de poderes. El presidente Joe Biden entendió eso perfectamente cuando el mes pasado llamó para pedir disculpas a un periodista a quien, pocas horas antes, había llamado “estúpido hijo de puta”, en un imperdonable descuido recogido por un micrófono indiscreto.
Nunca he visto a un presidente de América Latina pedir disculpas a un periodista por un atropello a sus derechos o la falta de respeto a su función. Y no porque no haya habido múltiples oportunidades para hacerlo a lo largo de una historia plagada de atentados contra la libertad de expresión. Dejando de lado los más abominables y crueles –los ataques contra los periodistas y los medios durante las dictaduras militares–, lo cierto es que, también tras la recuperación de la democracia, los gobiernos de distintos países han agredido a la prensa y a los periodistas y han tratado de impedir o dificultar el cumplimiento de su labor. No sirve como justificación, aunque sea justo mencionar aquí, los casos de medios de comunicación movidos por intereses espurios o de profesionales que incumplen las reglas básicas del oficio. Son muchos más los periodistas que actúan con honestidad y abnegación en condiciones muy adversas y con salarios muy modestos. Y son muchos también que arriesgan incluso su vida en busca de la verdad.
Es importante recordar todo esto ante la última oleada de agresiones a la libertad de prensa sufrida en los últimos tiempos, que no por casualidad coincide con un momento de deterioro general de las condiciones democráticas en países con gobiernos populistas e iliberales, cuando no abiertamente autoritarios. El caso más reciente y escandaloso es el del periodista mexicano Carlos Loret, a quien el presidente Andrés Manuel López Obrador acosó y amenazó públicamente valiéndose de informes reservados ilegalmente exhibidos y de su control sobre la televisión nacional, que utiliza cada mañana como su órgano personal de propaganda. López Obrador no llamó, por supuesto, a Loret para pedirle disculpas, sino que insistió en los ataques en su siguiente comparecencia.
Loret no es el primer periodista señalado como enemigo por el presidente mexicano. Antes lo habían sido otros, a la derecha y a la izquierda, que se habían atrevido a criticar su política, cuestionada no solo por su tendencia hacia el autoritarismo, sino también por la corrupción. Aún más doloroso resulta el hecho de que López Obrador acosara a un periodista apenas unos días después de que otro hubiese sido asesinado en el estado de Oaxaca, para elevar a cinco la lista de profesionales de la información que han perdido la vida en México en los dos primeros meses del año.
Desafortunadamente, México no es una excepción en los ataques a la libertad de expresión. La lista de medios cerrados y periodistas intimidados en Venezuela es inagotable. Entre las víctimas de la ofensiva de Daniel Ortega contra la democracia en Nicaragua están Carlos Fernando Chamorro y su periódico El Confidencial, que ahora tiene que editarse en Costa Rica. En la Argentina, recientemente, el presidente Alberto Fernández compartió un mensaje de Twitter en el que se describía a la prensa como “una vergüenza nacional”, simplemente por haber recogido las quejas de Estados Unidos por su viaje a China y Rusia.
La libertad de prensa ya está en el mundo actual sometida a presiones suficientes sin necesidad de que los gobiernos y los políticos contribuyan a su eliminación. La crisis económica de los medios tradicionales y la explosión de las redes sociales, en las que resulta tan difícil distinguir la información de la intoxicación, suponen una verdadera amenaza para el futuro del periodismo tal y como lo hemos conocido hasta ahora. La democracia liberal está unida a la prensa libre desde su mismo nacimiento. Resulta inconcebible la una sin la otra, y se antoja difícil la supervivencia de la primera sin la conservación de la segunda. Esa es la razón por la que los nuevos autócratas y populistas se suman apasionadamente a la campaña contra los periodistas: silenciada la crítica –o desprestigiada por la propaganda oficial–, deja de haber ciudadanos informados, y sin ellos, queda abierta la puerta para el uso arbitrario del poder.
Muchos de mis colegas están hoy más preocupados por saber si cobrarán el sueldo del próximo mes que por las enseñanzas de Jefferson. También los propietarios de los medios están demasiado ocupados en sacar adelante sus empresas como para distraerse en hacer frente al poder político. La batalla que tiene por delante la prensa para sobreponerse a la dificilísima situación de la industria, al mismo tiempo que sortea las embestidas de gobernantes sin principios democráticos, es de proporciones épicas. Pero en esa batalla está en juego el futuro de nuestras democracias. Sería justo y lógico contar para ello con la colaboración de la clase política, con medidas que protejan la vida y las condiciones de trabajo de los periodistas. Pero más importante aún es contar con el respaldo de los ciudadanos, para lo que es conveniente una actuación profesional que nos haga dignos de su seguimiento y su confianza.
Recuerdo los primeros pasos en mi carrera junto a periodistas latinoamericanos, argentinos en su mayor parte, que llevaban a España la formación en periodismo libre de la que carecíamos tras el franquismo. Conocí después numerosos casos de periodismo honesto y valiente en México, Colombia o Perú. Esas enseñanzas están ahí y han conseguido hasta ahora subsistir a múltiples obstáculos. Es necesario otra vez aferrarse a esa tradición para defender la libertad de prensa contra los nuevos y poderosos enemigos.