Al odio lo juzga Dios
Josef Pieper, en un maravilloso capítulo sobre el amor, se dedicó a comprobar la asombrosa coincidencia que existe en las definiciones filosóficas, de Santo Tomás de Aquino a José Ortega y Gasset, pasando por Alexander Pfänder, Vladimir Soloiev, Maurice Blondel y Gabriel Marcel. A través del tiempo, todos concuerdan en que el amor es la aprobación de la existencia del otro; no una aprobación indiferente, sino un deseo positivo de que el otro exista. Ortega y Gasset escribió que esto implica “estarle continuamente deseando vida”. En una formulación exultante de este pensamiento, Soloiev asevera que el amor sexual es una fuerza que excluye la muerte, que protesta contra ella y la niega. Y Blondel llegó a proclamar que el amor es, por excelencia, lo que “hace ser”. Y acá es necesario hacer un paréntesis para considerar, con Pieper, que el amor implica –por eso mismo– la colaboración en la obra de la creación.
¿Qué será entonces el odio? ¿Resultará una simpleza concluir, por oposición, que el odio niega la existencia del otro, que desea su inexistencia? Más allá de ciertas formas de sadismo que prefieren la vida del prójimo en sufrimiento, resulta innegable que el odio, en su estado puro, lleva al deseo de la muerte. Por eso es que el odio representa una obstrucción a la obra de la creación.
Imaginemos, entonces, la escena de alguien que se propone matar a una persona. Media hora antes, el odio del agresor era exactamente el mismo o tal vez mayor. ¿Podría un juez condenar ese odio si el criminal no hubiese realizado actos efectivos encaminados a su propósito?
Hace muchos años, se proyectó exitosamente una película de ciencia ficción titulada Minority Report, que en el cine en español tradujeron de manera no literal como Sentencia previa. El argumento mostraba que la policía de Washington DC había desarrollado un sistema, mediante la actividad de videntes conectadas a una pantalla, que anticipaba la intención de algunas personas de cometer un crimen. Un comando partía inmediatamente hacia el lugar, capturaba al potencial asesino cuando todavía no había llevado a cabo un solo acto encaminado a su propósito y lo encerraban por el tiempo que habría correspondido si el delito hubiera tenido lugar. Sin embargo, uno de los miembros de ese comando se rebeló contra el sistema en una reivindicación de la libertad del individuo y de su posibilidad de arrepentirse antes de iniciar la acción.
Más allá de estos ejemplos, que para ser gráficos resultan extremos, existe una diferencia abismal entre los sentimientos y la conducta que cae dentro de los alcances de la ley. La vida resultaría insoportable si así no fuera. Imaginemos, a un juez o, peor, a un funcionario político, persiguiéndonos por lo que pensamos, por lo que decimos, por lo que opinamos. Y, sin embargo, esta posibilidad, que parece alcanzada únicamente por los cánones de la ficción, como en la película citada o como en una novela de Ray Bradbury, constituye una realidad en los países totalitarios, hoy los socialismos del siglo XXI. Donde las personas son perseguidas por la expresión de sus opiniones, las opiniones suelen ser, precisamente, más críticas y encendidas, porque los ciudadanos reaccionan ante la frustración de comprobar que les han hecho perder años de vida, que les han limitado sus libertades y que aun se desvanecen las esperanzas de las generaciones futuras. ¿Es esto odio? No, o al menos no necesariamente, y si lo fuera, no es el juez quien debe juzgarlo.
Existen ciertos casos específicos en los que la ley penaliza una declaración: cuando existe una incitación a la violencia colectiva y, aun así, los tratadistas, desde los clásicos hasta los “zaffaronianos”, exigen que la incitación resulte idónea para desatar la agresión.
Hoy, cuando desde el Gobierno se pretende sancionar una “ley contra el odio”, todos advierten que se trata de una herramienta de persecución que no solo estará en manos de los jueces, sino también del Inadi, una institución del poder político con facultades de dudosa constitucionalidad para evaluar las conductas. Si alguien se siente calumniado, en las leyes hay herramientas para reclamar ante los jueces, pero no para evaluar los sentimientos de los demás.
El odio nunca es bueno, pero lo juzgará Dios al final del camino, y quienes no creen en Él sería mejor que no quisieran sustituirlo. No lo dice un tratado de teología. Lo señala nuestra Constitución nacional: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública ni perjudiquen los derechos de un tercero están solo reservadas a Dios y exenta de la autoridad de los magistrados”.