Al maestro con cariño
Con la llegada de la primavera, florecían los durazneros y las noches tibias invitaban a gozar los aromas y chicharras que expandían su alegría por las tierras en resurrección. Sacábamos los sillones de mimbre a la vereda y charlábamos con los vecinos que paseaban por las tranquilas calles de Cruz del Eje. Cuando aparecía un maestro o una maestra, se producía un estremecimiento. De mi infancia perdura el instante en que mis padres saludaban al docente con veneración y éste respondía afectuoso y digno. Se producía el contacto con un ser excepcional. El maestro o la maestra eran respetados, admirados. No sólo enseñaban en las escuelas, sino que orientaban a la gente, participaban en emprendimientos culturales, ofrecían buen consejo a los vecinos, exhibían ejemplaridad. Decir "maestro" era referirse a un protagonista central y muy querido. No sólo transmitía conocimientos, sino valores. Su aprobación a cualquier iniciativa era el mejor de los respaldos; su crítica, la más sensata de las advertencias. No se concebía el funcionamiento sano del mundo sin su sabia participación. Además, por lo menos la mitad del cuerpo docente estaba integrada por varones, ya que los sueldos permitían sostener a la familia con holgura.
Pasados los años, el maestro fue degradado a "trabajador de la educación". Vino la caída a pique.
Se lo quiso beneficiar y se lo condenó. Le arrancaron las insignias de personaje excepcional. La carrera del magisterio rodó cuesta abajo, porque no es lo mismo un "trabajador de la educación" -sindicalizado, burocratizado, mal pagado, cansado, desmotivado- que ser el "maestro" de la vieja y esplendorosa época. La época que empezó cuando en nuestro país había un 90% de analfabetismo y llegaban oleadas de inmigrantes que necesitaban ser integrados. La época que convirtió a la Argentina en el país más educado de América latina. Esa época fue abandonada con ingratitud e irresponsabilidad para seguir la nefasta zanahoria de la demagogia y el facilismo que, en las últimas tres décadas, volvió a incrementar el analfabetismo y hundió en el pantano todos los niveles del saber.
Ahora los trabajadores de la educación no sólo tienen derecho a quejarse por lo misérrimo de sus ingresos y lo irrelevante de sus resultados, sino por lo insalubre de su tarea. Se les han quitado jerarquía y autoridad en beneficio de insanas pretensiones igualitarias.
Abunda la confusión, porque muchos olvidan que ser iguales no significa ser idénticos en todo, sino tener los mismos derechos y oportunidades. Cada ser humano es un mundo específico, con diferente habilidad, elección, preferencias, tenacidad. Uniformarlos es propio de los totalitarismos, que siempre lo hacen hacia abajo.
En consecuencia, no es lo mismo el docente que el alumno, como no lo son los padres y los hijos. El respeto que se deben entre sí debe ser muy fuerte, recíproco, pero sin confundir el rol de cada uno. Aunque el docente aprende del alumno (vivir es un continuo aprendizaje), quien enseña es el docente, para eso está, para eso se entrenó, para eso se le paga. Tiene que enseñar bien, actualizarse, motivar. Ser escuchado. Y se le debe brindar reconocimiento a quien mejor lo hace. Además, no sólo importa cuánto y cómo enseña, sino su inevitable papel de modelo. Sin embargo, en nuestro país, pese a la recuperada y joven democracia, prevalece la tendencia a uniformar para abajo. El maestro no se distingue de quienes no lo son. Todo se igual , como decía Minguito Tinguitela.
Esta absurda tendencia al aplastamiento generalizado también se ha escuchado en el ámbito de la psicología. Cuando ardía la moda por evitar todo tipo de "represión" (de límites) -con ignorancia de sus diversas acepciones- hubo una propuesta que pudo ser chiste, pero reflejaba la tendencia. Se dijo que no era justo que el paciente yaciera inerme en el diván y el terapeuta erguido en un sillón, porque marcaba una asimetría opuesta a los principios éticos que deben reinar en una buena terapia. El profesional y su paciente eran iguales, ambos atravesaban las mismas peripecias y debían, por lo tanto, expresar también esa equivalencia mediante la ubicación en el consultorio. La propuesta cayó como balde de agua fría: que ambos se acuesten en divanes. Podemos añadir, llevando las cosas al extremo, que la "represión" del que sugería esta idea no le permitió proponer el mismo diván para ambos...
Una causa análoga llevó al abandono de los premios y las sanciones. Premiar empezó a ser visto como un atentado contra los que no consiguen lucirse y sancionar como una crueldad contra el que no puede sobresalir. Resultado: ahora da lo mismo estudiar y esforzarse que no hacerlo. La transpiración puede sobrevenir por el calor del ambiente o la intensidad de los juegos, pero no como producto de calentar la silla y quemarse las pestañas. Se va a la escuela para ser contenido -explicación más frecuente-, para alimentar el estómago o para divertirse. Por supuesto que nadie en su sano juicio puede objetar esas funciones en esta etapa tan difícil, pero las instituciones educativas no sólo existen para cumplir esas funciones, sino otras, específicas: incorporar conocimientos, aprender a pensar, a preguntar, a cuestionar con lógica, a comunicarse y, siempre, internalizar valores.
Es un retroceso que el docente haya perdido los instrumentos de la sanción. Por cierto que hubo abusos y algunos fueron intolerables, pero más cierto es que la ausencia de sanción genera el desquicio. Hace dos centurias el jurista italiano Cesare de Bonessana, marqués de Beccaria, estableció en su obra Dei delite e delle pene que no importa la intensidad de la sanción, sino que siempre, siempre, haya sanción. De esa forma se educa a la sociedad. Ahora no sólo está vedada la amonestación, sino también el aplazo. El estudiante pierde la oportunidad, durante su formación, de entrenarse sobre cómo funcionar en la vida. En la vida no abundan las excusas ni las concesiones. En la vida los aplazos están al acecho. Y se dará de nariz con las dificultades, que lo volverán impotente o resentido. En la actualidad, si un estudiante no reúne las condiciones para ascender al próximo peldaño, en lugar de entrenarlo y exigirle para que lo consiga, se recurre al expediente fácil de cerrar los ojos y mandarlo alegremente a un nivel donde estará peor todavía. Por eso se llega al colegio secundario con tantas deficiencias y por eso se ingresa en la universidad con graves fallas en matemáticas, comprensión de textos, ortografía, carencias espantosas de lenguaje, herrumbres en el pensamiento. Una mayoría está condenada a fracasar.
Se ha convertido en un pecado que el docente exija esmero, que ordene tareas para la casa, que insista en preguntas sobre los temas enseñados, que haga pasar al frente a los alumnos para que muestren qué saben y se entrenen en la expresión oral. No está permitido lo que incomoda al estudiante. El esfuerzo no debe ni asomar su hocico.
Las campañas en favor de la lectura que ahora se realizan son bienvenidas y meritorias, pero debemos recordar que se las necesita para corregir el perseverante error, cometido durante las últimas décadas, de alejar a los niños del libro. De ese error fueron cómplices padres y docentes. Se atribuye la culpa a la televisión y los telejuegos. Tienen culpa, claro, pero no toda. Padres y docentes estimularon el auge de la fotocopia, para que los niños "no gastaran" en libros, como si las fotocopias fuesen gratuitas y tuviesen la calidad de los libros. En la época vieja y esplendorosa los libros también tenían su precio, pero el que no podía comprar un ejemplar iba a las bibliotecas populares o lo pedía prestado. En las aulas escolares existía la amada biblioteca del aula , formada con las donaciones de los propios alumnos. Era una experiencia formidable comprobar que un compañero elegía el libro que uno había donado. Esa circulación de volúmenes usados anudaba afectos y estimulaba el amor por el saber.
Las correcciones puestas en marcha en nuestra educación son de dos tipos. Uno corresponde a las gatopardistas, que hicieron mucho ruido y estuvieron a la orden del día en la década pasada: grandes cambios que incluso daban vértigo y producían dolor de cabeza, pero que no cambiaron nada de fondo; sus lamentables resultados están a la vista. El otro tipo es poner remiendos, aunque ya no alcancen los hilos ni las agujas para esconder los males que afectan a la educación en todos los niveles; este método es tan reprochable como el otro, pero es el que prefiere la demagogia y el clientelismo político.
El contraste lo sigue manteniendo el "maestro" de la época vieja y esplendorosa -que mencioné al principio-, antes de ser degradado. Era un engranaje que impulsaba ideales, premiaba el esfuerzo, estimulaba a ser ciudadanos honorables, útiles y solidarios. Su consistencia debería animar a quienes ahora tienen el deber de poner en marcha la revolución educativa que exigen los desafíos del siglo XXI, en el que la riqueza de las naciones queda determinada por la calidad de la educación, la ciencia y la tecnología. No por las zanahorias demagógicas o complacientes.
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