Al encuentro de Sonia Braga
Crecí observando con fascinación a las mujeres fuertes y audaces, capaces de llevar adelante acciones como opinar en una conversación pública dominada por hombres o hablar de política sin intimidarse. Sin embargo, la condición que despertaba mi admiración incondicional por una mujer era que supiera manejar. Durante mucho tiempo consideré a toda mujer que manejaba una especie de tótem, al tiempo que sumaba frustración por no poder vencer la fobia. A los dieciséis años, mi amiga Isabel podía hacer todo eso que para mí representaba la cúspide de la autoestima y, además, era la más linda del curso, sin discusión. Fue una de las primeras personas con las que hablé de política en plena dictadura, nunca tuvo pudor para meterse en una conversación dominada por los chicos y, ahhh, manejaba con una destreza femenina y relajada, como si hubiera nacido con el volante entre las manos. Isa y yo vivimos a la par y muy cerca etapas cruciales de toda vida: el viaje a Bariloche, los amores, los hijos, la familia y, ya grandes, también la orfandad. Compartimos memoria y afectos y compartimos a una edad clave el regreso a la democracia, cuando la vida adulta recién asomaba y nos encontraba a pura potencia, fuertes y confiadas.
La semana pasada nos fuimos en auto solas al mar y naturalmente bromeamos con Thelma & Louise. Leímos, vimos series, tomamos sol; comíamos cuando teníamos hambre, cenamos una noche con champagne y hablamos mucho, estirando ese tiempo nuestro y sin demandas. Una mañana nos emocionamos cuando le mostré el soberbio discurso de Meryl Streep (una ídola para nuestra generación) durante los Globo de Oro, cuando sin nombrarlo la actriz se declaró en pie de guerra contra Donald Trump en nombre de los artistas y la prensa. La última noche en la costa también nos conmovimos al ver Aquarius, la gran película brasileña de Kleber Mendonça con Sonia Braga, otro monstruo sagrado para nosotras, que a fines de los 70 soñábamos con recuperar nuestros derechos como ciudadanas y con ser mujeres plenas y satisfechas.
La reina de Doña Flor y sus dos maridos y El beso de la mujer araña es ahora Clara, una periodista y escritora jubilada que vive en Recife, en el mismo departamento frente al mar en el que vivió durante décadas y donde crió a sus hijos. A los 65 años vive sola entre sus libros, sus recuerdos, sus fotos y sus discos. Su futuro está en vilo: una empresa constructora logró comprar todos los departamentos que componen el viejo edificio y sólo resta vaciar el de Clara, que se resiste a dejar la vida que eligió a merced de una modernidad "segura" que ni pidió ni le interesa. Treinta años atrás, Clara superó un cáncer de mama. Sabe que no le faltan ni valor ni audacia para enfrentar a quienes quieren privarla de lo que más quiere.
La música del film es un hermoso llamado a la melancolía y es, a la vez, música de la resistencia. Clara se enfrenta a la corporación inmobiliaria al igual que en los 70 otros se enfrentaban a la dictadura y así como hoy una gran cantidad de brasileños (entre ellos el equipo que realizó Aquarius) se enfrentan a un sistema político devaluado, sin modelos para replicar y que echó del poder a la única representante de los partidos que no pudo ser acusada de corrupción, la ex presidenta Dilma Rousseff. La actuación de Sonia Braga es de una potencia asombrosa; los matices en su mirada y en su voz, el modo de llevar su cuerpo cuando camina o baila y la pompa ligera con la que aún a su edad es capaz de deslumbrar en escenas sexuales convierten a su personaje en algo conmovedor e inolvidable.
Lo que no conté es que esta vez manejé yo a la ida y a la vuelta: hace largo rato que superé el miedo que me paralizó tantos años. Ahora le tocó a Isa ser mi copiloto, como tantas veces antes fui yo la suya. Las chicas aún seguimos a la par, confiadas y hasta donde sea.