Al acecho de unos papeles dormidos
Guardo cajas con papeles de otras etapas geológicas de la vida. Intentos de poemas, de cuentos, una novela inconclusa, hojas sueltas de un diario íntimo tal vez, cartas de padres, hermanos, sobrinos, de amigos y de viejos amores, hasta algunos papelitos con apuntes de la vida cotidiana que nos dejábamos pegados en puertas y espejos con mi madre y mi hermano y que todavía me hacen reír.
Son papeles sueltos que nunca llegué a organizar, pero que preservo a mi manera y rescato del naufragio del tiempo en barcos un poco caóticos, aunque me gusta pensar que guardan un orden secreto. O algo así. Como sea, están ahí, a salvo. Y así es como entre las páginas de una libretita o del programa de una obra de teatro, mezclados con otras cosas del pasado -los primeros cuadernos de mis hijos, los dibujitos, las tarjetas que me hacían para mis cumpleaños-, puedo encontrarme con algo inesperado.
Es la razón por la que a veces miro las cajas con cierto recelo, algo así como una prevención. Puedo hasta imaginar que todas esas hojas escritas están ahí como al acecho. O más inquietante: me esperan. Desde hace años me digo que en las próximas vacaciones me sentaré a leer y organizar todo, pero siempre me las arreglo para que no me alcance el tiempo.
Pueden pasar largas temporadas sin que les preste atención. Pero de pronto un día me despierto con espíritu indagador, revisionista tal vez, con cierta disposición a releer (que es un modo de reescribir) capítulos del pasado. Son las veces en que voy con el ánimo dispuesto a las sorpresas, aunque siempre es un riesgo.
Otras veces reviso las cajas en busca de algo puntual. Es un acercamiento instrumental: necesito un papel que sé que está en algún lado de ese caos o tal vez estoy escribiendo algo y me acuerdo de alguna carta o de algún fragmento de ese diario disperso y me convenzo de que es imprescindible que lo vuelva a leer antes de seguir escribiendo. Pero, como siempre, basta que uno esté buscando A para que aparezcan B y C, y eso puede ser peligroso. Hay demasiado lugar para lo inesperado en esos papeles dormidos.
Eso fue lo que me pasó ayer: estaba escribiendo algo sobre un loco proyecto para subir a las cumbres del Kilimanjaro y me pareció imprescindible encontrar un texto que escribí hace mucho años sobre el sentido más profundo de la aventura en nuestras vidas tan contemporáneas. Pero entonces encontré una carta con la inconfundible letra de mi padre. No siempre me animo a volver a leerlas, a veces las dejo como estaban para que sigan durmiendo. Tengo muchas, porque desde que era muy chica vivíamos lejos -él en Montevideo, nosotros de este lado del río- y al principio, sobre todo, nos escribía muy seguido. De tanto leerlas, algunas me las sabía de memoria, pero ésta que me encontré ayer no la recordaba para nada.
Mi padre le escribía a su hija de 15 años que lloraba la muerte de un abuelo muy querido. Me explicaba las etapas por las que pasaría: el dolor ciego, el dolor atenuado y razonado, hasta el hermoso momento, decía, en que me daría cuenta de que el abuelo no se fue, sólo siguió su camino: "Y como marcas puestas adrede para que seamos capaces de seguirlo, dejó su amor grande, ese mismo que al principio nos duele más porque no lo seguimos disfrutando".
Mi hijo menor pasa por la cocina, donde escribo, ve que me tapo los ojos cuando llega. Me pregunta qué me pasa y me envuelve en un abrazo. Le muestro la carta. Mi padre, su abuelo, murió hace poco más de tres años. Ahora me encontraba una carta en la que sus propias palabras me explicaban cómo hacer con su ausencia: "Somos todos parte del tiempo y el tiempo ya nos dará, Dios mediante, otra oportunidad".
"Escribía bien el abuelo -dice mi hijo-, qué suerte que ustedes tenían cartas." Y yo pienso entonces que hay una fuente de sabia serendipia en esos papeles dormidos. No voy a organizarlos nunca, me parece.