Ajuste y paciencia social: ¿cuánto “aguante” tendrá la sociedad argentina?
El Milei polemista y preocupado por sostener su narrativa de confrontación se convirtió en el principal enemigo del Milei presidente con su ambiciosa agenda de transformaciones
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La pregunta está latente y se repite en toda interacción con quienes siguen, dentro y fuera del país, las vicisitudes del revolucionario plan que intenta implementar Javier Milei: ¿qué capacidad tendrá la ciudadanía argentina para resistir un ajuste sin precedente? “La sociedad está haciendo un esfuerzo heroico”, admitió Luis “Toto” Caputo. Cinco puntos del PBI en un mes lo corroboran. ¿Es sostenible en el tiempo? ¿Es lógico pretender una corrección fiscal de semejante envergadura en una sociedad empobrecida, abatida y que soporta una caída sistemática de su ingreso desde abril de 2018?
La “sostenibilidad política” del programa de gobierno no depende solo de la evolución del “humor social”. Sin una masa crítica mínima de apoyo de legisladores de bloques afines (Pro) y “dialoguistas” (Hacemos Coalición Federal, parte del radicalismo), así como de gobernadores dispuestos a alcanzar acuerdos de gobernabilidad (sobre todo, los del norte grande), no hay chances de imponer reformas manu militari, utilizando el trillado y falaz argumento de la mayoría del 56% obtenida en el balotaje. No puede inferirse de ese resultado un mandato delegativo para avanzar con las reformas que pretende el Poder Ejecutivo ignorando el proceso deliberativo que exige la Constitución nacional. Así, el Milei polemista y preocupado por sostener su narrativa de confrontación se convirtió en el principal enemigo del Milei presidente con su ambiciosa agenda de transformaciones. Sin embargo, este andamiaje político (que aún debe configurarse, para lo cual es imprescindible que el Presidente y su mínimo equipo abandonen su actitud de boicot) resultaría ineficaz y endeble si comenzara a agotarse la tolerancia frente a la terapia de shock impuesta. La respuesta final la tiene una sociedad atribulada y empequeñecida que, a pesar de su diversidad y de los penosos síntomas de fragmentación, se ubica varios pasos por delante del conjunto de su clase dirigente.
En este contexto, difícilmente sean los desacreditados representantes del “antiguo régimen” los que erosionen con eficacia la legitimidad de un gobierno que goza de casi un 50% de apoyo. Pero legiones de la CGT avanzan en su tarea de desgaste: La Fraternidad, Sanidad, empleados públicos y docentes muestran signos de rebeldía. ¿Escalarán o perderán fuerza ante las críticas del oficialismo, que busca capitalizar el hastío frente a los privilegios y los fracasos de “la casta”? ¿Es posible monitorear a la opinión pública y definir las variables de un tablero de control para precisar cuán cerca estamos de un punto de quiebre en el que las movilizaciones más o menos espontáneas desafíen la autoridad presidencial y frustren esta experiencia de modernización económica y regulatoria a paso forzado?
Está demostrado que la predicción es imposible para las ciencias sociales. Pero pueden observarse la evolución de algunos comportamientos, definirse hipótesis de conflicto, identificarse lecciones de experiencias históricas relevantes que orienten nuestra capacidad analítica para alimentar nuestro arsenal de instrumentos e ideas. En este caso, conceptos como paciencia, resiliencia y vocación de cambio permiten definir lo que está en juego. “Paciencia” significa la capacidad para padecer algo sin alterarse. Algunos creen que su etimología surge de combinar “paz” y “ciencia”, pero en realidad deriva del vocablo latino pati, que significa “sufrir”. Por eso patiens (paciente) es “el que sufre”. Supone tolerar o resistir situaciones extremas sin reaccionar de forma impulsiva ni violenta. El tiempo o la predisposición para esperar hasta lograr un objetivo determinado son variables cruciales. Por su lado, la resiliencia agrega un elemento fundamental: frente a un escenario adverso, desarrollamos la capacidad de adaptarnos. Las personas resilientes liberan sus emociones, expresan lo que sienten y piensan, resisten, aunque deban aceptar costos o molestias: modifican su comportamiento para ajustarse a un entorno más complejo y demandante.
¿Cuán saturada está la ciudadanía como para esperar “pacientemente” a que se corrijan los desequilibrios macroeconómicos y la economía vuelva a crecer? ¿Cuánto y cuándo tiene que bajar la inflación para que el Gobierno capitalice ese logro? ¿Se entiende que el imperio del mercado implica asumir un alto grado de responsabilidad individual que contrasta con los valores igualitaristas vigentes durante décadas? Mucho se ha hablado sobre “el cambio” y es entendible que la sociedad esté harta de un statu quo de privaciones e incomodidades y exija una modificación sustantiva del rumbo político. Pero siempre hay ganadores y perdedores y no resulta evidente que el nuevo equilibrio implique un beneficio similar y comparable para todos los que buscaban algo diferente. ¿Quiénes y cuántos serán los “decepcionados” del nuevo régimen si se logra avanzar con las reformas?
En la región aparecen disparadores de conflictos sorprendentes. En Chile, en 2019 hubo una gran revuelta por un ajuste marginal en las tarifas del transporte público. Si extrapolásemos ese caso a la Argentina, con el aumento en ese rubro en las provincias y en el AMBA, deberíamos estar, parafraseando a Almodóvar, al borde del ataque de nervios. Por ahora no hay síntomas de que eso ocurra, aunque el sinceramiento de precios relativos implica también aumentos en todos los servicios públicos.
Esto nos remite a la noción de “cultura del aguante”, nacida entre las hinchadas de fútbol en los 80 y extendida en buena parte de nuestro tejido social, que no solo se vincula con apoyar a un determinado equipo o insultar a los rivales, árbitros y dirigentes, sino con “poner el cuerpo”, bancar en las buenas y en las malas, aunque se gane o se pierda. “¡Te bancamos, Javi!”, le gritaron al Presidente las pasajeros de avión que lo trajo de regreso de Roma. ¿Cuán representativo es ese sustento? ¿Qué impacto tiene en la autopercepción del Presidente sobre sí mismo, su lugar en la historia y su papel en esta coyuntura crítica?
Al margen del disparador del conflicto social que cambió para siempre el desarrollo político chileno, es evidente que se había agotado la paciencia de buena parte de la sociedad para que el “derrame” del crecimiento económico llegara a los sectores medios y populares. En nuestro caso, el hartazgo es inverso: surge del rechazo a un modelo estatista fracasado que se convirtió, con síntomas de desidia, ineficacia y corrupción, en un obstáculo insoportable para buena parte de nuestra ciudadanía. Además, en Chile hubo coordinación política para profundizar y capitalizar ese conflicto, incluso con actores externos. ¿Están los desacreditados grupos de la izquierda y el kirchnerismo en condiciones de replicar ese papel crucial? ¿Está el Gobierno atento al eventual accionar de agentes de inteligencia y “militantes profesionales” de la región? Ni la CGT ni los movimientos sociales parecen tener la capacidad ni la legitimidad para organizar una revuelta de esas características. Una hipótesis: la creciente energía canalizada en las redes sociales disipa o limita la vieja conflictividad social y callejera. Desde que los acalorados debates digitales se impusieron como mecanismo para opinar y participar de la arena pública, perdieron vigencia y musculatura las movilizaciones, los cacerolazos y otras formas de protesta social. ¿Efecto catártico? Las minorías intensas y la sensación de pertenencia a un colectivo virtual de contornos indescifrables parecen haber desplazado al “pueblo” como sujeto social expresado en las calles con identificaciones partidarias o grupales.