Ahogados en información
En Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (Edition Reichenberger, 2006), Krzysztof Sliwa cuenta que el autor de Don Quijote "vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballería", y que "llegó a tanto su curiosidad y desatino" que pasó noches y días leyendo más de trescientos libros.
Para su época, Cervantes fue un "glotón" de historias, pero cualquiera de los anónimos habitantes del siglo XXI debe superarlo ampliamente: no por la cantidad de libros que lee, sino por el océano de relatos en los que está inmerso. Y como ocurre con los mares por el calentamiento global, el volumen de la información que recibimos aumenta y amenaza con ahogarnos.
Antes, esas tramas que nos fascinan se circunscribían a una cuadra de nuestro barrio, la escuela, el trabajo, la familia y, para algunos, los libros. Es más, al principio la TV tenía un horario acotado. Hoy nos llegan en todo momento y desde todas partes del planeta. Es un latir incesante que reclama nuestra atención sin descanso.
La cantidad de noticias que activan nuestros circuitos neuronales, aunque sea por un lapso efímero, es inconmensurable. La velocidad a la que se renuevan deslumbra y abruma. Ayer, muchos no sólo seguimos las alternativas del terremoto en México y el huracán en Puerto Rico, sino que (evoco de memoria) nos enteramos de que el telescopio James Webb será capaz de detectar el calor de una abeja a la distancia de la luna, que hay un brote de hepatitis A (enfermedad prevenible por vacunación) en California y que beber alcohol incluso moderadamente puede dañar el cerebro.
No me extraña que Satya Nadella, CEO de Microsoft, haya dicho que "el verdadero commodity del futuro" no serán los productos del campo o la minería, sino la atención humana. No importa que nos propongamos hacer dieta digital o moderar nuestro consumo de pantallas, la avidez de nuestro cerebro por todo tipo de historias es más fuerte. Y ahora que podemos seguir centros de control desde donde se dirigen naves espaciales que exploran el sistema solar, escenas de la vida cotidiana, series televisivas con más de 90 capítulos y espectáculos de todo tipo con sólo echar mano de nuestro celular, bueno..., ¡bingo! (perdón por el término).
Créase o no, un estudio realizado en Canadá sobre consumo de medios llegó a la conclusión de que, en promedio, nuestra capacidad de atención sostenida (sin interrupciones) cayó a ¡ocho segundos!
Cuesta recordar que hubo un tiempo en el que el fin del ciclo escolar, las siestas de vacaciones o las penumbras de la noche nos ofrecían la oportunidad de sumergirnos en la charla morosa o la lectura de largo aliento. Cuando Buenos Aires se adormece, ya nos sobresaltan los misiles coreanos, los atentados en Europa y otra multiplicidad de eventos deportivos, políticos o culturales. Estemos en Bali, en la peluquería o en la sala de espera del médico, siempre tenemos el telefonito a mano para enredarnos en el interminable diálogo virtual. Y si osamos distraernos, la pantalla nos reclama.
Pero no es solamente el teléfono: también están la tablet, la radio, la TV, el correo electrónico...
El cardiólogo argentino Daniel Flichtentrei, director de Intramed, lo considera un verdadero problema de salud. "Todos los días atiendo a pacientes que se sienten agotados, sin iniciativa (...) -escribió en La verdad y otras mentiras-. El futuro ha dejado de ser el tiempo que tienen delante para concretar sus sueños. Sus deseos están en el pasado (...) Han reemplazado la esperanza por la nostalgia." Su conclusión es que hoy muchas personas están saturadas de información, de mensajes en dosis masivas y tóxicas. Creó un término para describirlo: "infoxicados". Y especula: "Tal vez, la información -como los fármacos- reclame una dosificación".
Propongo un experimento. Esta noche, apaguemos los dispositivos electrónicos. Sólo por hoy.