Agridulce, sentimental y conmovedora
Sobre LA REINA DE LAS NIEVES, de Michael Cunningham
Las narraciones de Michael Cunninghman (Cincinnati, 1952) crecen por ráfagas de acción y de sosiego. Sus novelas, un ciclo que tuvo un inicio contundente con Una casa en el fin del mundo y que incluye la exitosa Las horas, encuentran a sus personajes en un momento de estasis vital. Los contratiempos, que pueden ir desde el desarrollo de una enfermedad hasta un incendio o el modo en que toma forma la idea del suicidio, están en suspenso al comienzo de las historias. De la continuación o no de esas instancias fatales, del desvío que puedan tomar a lo largo del tiempo las ideas negras y también de los efectos en la subjetividad de los protagonistas se ocupa el autor estadounidense con soltura y una distancia de sus personajes a la vez respetuosa y cálida. Al leer sus novelas, se tiene la impresión de que Cunningham comparte el universo social, afectivo e ideológico de sus criaturas, que sufre como ellas y que lo alegran motivos similares.
En La reina de las nieves, protagonizada por un trío de jóvenes compuesto por Beth, Tyler y Barrett, la historia se ambienta en un barrio de segunda categoría de Nueva York. Gobierna George W. Bush, es invierno, hay una guerra estadounidense (es decir, una guerra en territorio extranjero), pero ese telón de fondo languidece ante el cuadro que el escritor pinta. Beth, la pareja de Tyler, tiene cáncer y agoniza. El joven, que sabe que aún es un compositor mediocre, le escribe una canción que interpretará el día de la boda. Para darse ánimos, consume cocaína. Barrett, el hermano gay de Tyler, otro de los gays intelectuales de la galería de personajes gays de Cunninghman (a mitad de camino entre Hamlet y Oscar Wilde), tiene una visión sobrenatural en un parque, al anochecer, y no se anima a confiar en la recuperación de su cuñada. Barrett ama a Beth tanto como a su hermano.
A partir de ese hecho singular en un mundo profano, un mundo herido y enfermo, la historia empieza a cargarse con sentidos que se asocian con el título de la novela, La reina de las nieves, idéntico al de un cuento de hadas de Hans Christian Andersen. El clima invernal, la blancura de la nieve (y quizá también de la cocaína) representan lo peor del invierno. “Es la niña del cuento de hadas a la que le han ordenado que convierta la nieve en oro antes del alba”; eso sueña Beth mientras descansa en su cuarto. Más adelante, una vez que Bush haya conseguido su reelección, ella estará repuesta para la fiesta de Navidad. Barrett adjudica la curación a esa luz que había visto en el parque meses atrás y Tyler no sabe cómo actuar. “Él no lo admitiría nunca, ni siquiera para sus adentros, pero cuidar de Beth –consolarla, darle de comer, controlar su medicación, hablar con los médicos- le ha permitido triunfar. He aquí algo que sabe hacer, y que sabe hacer bien”, piensa, no sin resignación. ¿Qué se hace cuando los milagros suceden?
La historia sigue su curso y, meses después, la aparente recuperación de la joven había sido apenas una pausa en el camino de la enfermedad. Ahora los dos hermanos están solos y juntos. Barrett, el solitario, es el que tiene pareja, y Tyler es, técnicamente, un joven viudo. “Casi nunca es el destino que esperábamos, ¿no? Puede parecer que nuestras esperanzas no se han cumplido, pero lo más probable es que anheláramos algo equivocado”, escribe Cunninghman desde la conciencia del hermano mayor mientras el otro acude, no sin retraso, al llamado de la vida que trae el enamoramiento.
La reina de las nieves es una novela agridulce, sentimental, incluso un poco cursi, en la que el mundo, a veces, como si fuera un hechizo, ofrece más de lo que los personajes habían esperado. Y, al mismo tiempo, es una historia conmovedora sobre el valor de las equivocaciones, de las falsas promesas y de las percepciones alteradas con las que se construye una vida.
LA REINA DE LAS NIEVES
Por Michael Cunningham
Lumen
Traducción: Miguel Temprano García
270 páginas
$ 269