Theodor W. Adorno, el hombre que pensó el arte moderno
Hay filósofos cuyo pensamiento se nos da, se diría, cerrado, ordenado para su comprensión. Otros, en cambio, piden -incluso exigen- nuestra implicación intelectual, en una lectura que cambia durante los años. Theodor W. Adorno pertenece a estos últimos. Cuando murió, hace 50 años, dejó inconcluso su testamento, Teoría estética, uno de esos libros con los que, justamente, uno podría atarearse prismáticamente una vida entera. Adorno suele pasar por un autor que demanda extrema atención por su dificultad. Es cierto. En primer lugar, sus textos son "antitextos" (y él mismo usó esta palabra para referirse a los escritos de Hegel): concentrados, crípticos y elípticos, una rara mezcla de ensayo y de crítica. En segundo lugar, las noticias que trae Adorno no parecen superficialmente buenas. En su libro Sobre el estilo tardío, Edward W. Said lo dice de un modo preciso y fulminante: "Adorno se convierte en un comentarista escandaloso, extemporáneo, incluso catastrófico del presente".
Estas características pertenecen en general a la llamada Escuela de Fráncfort, que Adorno colaboró a fundar y en cuya atmósfera controlada respiraron siempre sus ideas. Habría que decir, en principio, que la Escuela de Fráncfort fue una formación intelectual nacida al amparo de la República de Weimar e integrada inicialmente por un grupo de pensadores -Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Walter Benjamin, Erich Fromm y Herbert Marcuse- que tenían en común el nacimiento en familias judías de clase media y alta, un retorno a las preocupaciones de los hegelianos de izquierda de 1840, la problemática adscripción a la teoría marxista y, en el caso de Adorno y Horkheimer, el exilio compartido en Estados Unidos, tras el ascenso de Hitler al poder, que resultaría crucial en el libro que firmaron juntos, Dialéctica de la Ilustración, esa revisión radical de la razón instrumental iluminista y la condena de la llamada industria cultural.
De la Escuela de Fráncfort podrían predicarse los mismos atributos que el propio Adorno había asignado al ensayo: impulso asistemático, configuración móvil, curiosidad por el lado ciego de las cosas, renuncia a la seguridad.
Todos esos atributos podrían resumirse en una palabra clave para Adorno: dialéctica. "La dialéctica no es una forma discursiva que yo utilizo porque estoy habituado por la filosofía a pensar dialécticamente y no puedo hacerlo si no es de este modo, sino que es algo que procede en verdad de la cosa misma", anotó en las clases reunidas con el título Introducción a la dialéctica (Eterna Cadencia). El pensamiento de Adorno sobre el arte no puede en modo alguno separarse de su original reformulación de la dialéctica.
Adorno había encontrado uno de los nervios de la dialéctica en la tentativa de superar los espejismos conceptuales por medio de una organización estricta del pensar conceptual. En ese momento temprano de la contraposición hay ya una prefiguración del "espíritu de contradicción organizado", según la escueta definición de la dialéctica que Hegel le dio a Goethe (¿una cortesía con "el espíritu que siempre niega" que el poeta le había atribuido a Mefistófeles en su Fausto?). En esa organización, resulta decisiva otra noción adorniana por excelencia, la de constelación: un grupo de signos que elude la imposición de una racionalidad extrínseca y obedece únicamente las leyes inmanentes de sus propias formas.
Las consideraciones estéticas de Adorno parecen desplegarse en círculos concéntricos de pares dialécticos: el centro del que parten esos anillos es la dialéctica matriz entre naturaleza e historia; Adorno deriva de allí otras relaciones, otras unidades en contradicción: la de lo bello natural y lo bello artístico y, finalmente, la de expresión y construcción. Con esas herramientas se enfrenta a su problema por excelencia: el arte moderno. La estética no es para él un asunto de anticuario y sólo queda justificada si se formula "las preguntas del arte más progresivo".
En una marginalia a Teoría estética, Adorno observó que Kant y Hegel fueron los últimos filósofos que pudieron escribir una estética sin saber nada de arte. No era su caso. La suya es una estética que no viene "desde arriba". Tiene su origen en la inmersión en la obra de arte concreta, y con ningún otro arte tuvo Adorno tanta intimidad como con la música. Los cursos informales sobre Kant que tomó con Sigfried Kracauer y las discusiones con Benjamin fueron tan decisivos para él como las clases de composición con Alban Berg (a quien le dedicó un libro monográfico) y las lecciones de piano con Eduard Steuermann.
Un ejemplo entre muchos. En Filosofía de la nueva música (1949), Adorno había anotado, a propósito del dodecafonismo de Arnold Schönberg: "La pregunta que la música dodecafónica dirige al compositor no es cómo organizarse un sentido musical, sino más bien cómo puede una organización cobrar sentido". Diez años después, esa misma formulación se generaliza para Adorno a todo el arte actual. La belleza, como campo de fuerzas, no se deja satisfacer en una obra de arte en sí misma dichosa. También aquí el músico colabora con el filósofo. La disonancia, que por supuesto mantiene con la consonancia una relación dialéctica, pierde su restringido sentido musical y acústico y es elevada a metáfora mayor del arte moderno en cuanto cifra del sufrimiento de lo condicionado: "El momento de lo sensiblemente satisfactorio no desaparece simplemente, sino que es también, por su parte, superado, conservado en la obra de arte, pero ahora, en efecto, en la forma precisamente de la disonancia".
Ese mismo libro incluye en su página final la siguiente frase: "Toda la felicidad de la nueva música estriba en reconocer la infelicidad; toda su belleza, en negarse a la apariencia de lo bello". Todo el pensamiento último de Adorno (el de los ensayos Dialéctica negativa y Teoría estética) está orientado por el aplazamiento indefinido de una consumación. Del mismo modo que la disonancia es una consonancia lejana, la negatividad es una afirmación pospuesta. Aun en la catástrofe, esa simiente es esperanza, y la esperanza ocupó siempre un lugar crucial en el pensamiento de Adorno y, más en general, en toda su filosofía del arte. La formulación más hermosa y exacta se lee justamente en Teoría estética, en ese pasaje en el que Adorno consigna que el arte "es apariencia de aquello que la muerte no puede alcanzar".
Hay en ciertas formulaciones de Adorno una dimensión religiosa que merecería ser rehabilitada, y que probablemente había tomado de otro filósofo, Ernst Bloch. Por ejemplo, la música, para Ernst Bloch -otro filósofo cuya sombra gravita en Adorno- es el elemento crucial del pensamiento utópico. En el momento en que Bloch escribió Geist der Utopie (Espíritu de la utopía) (1918), la música era para él un anhelo y un noch-nicht, un "todavía no", si bien permitía a la vez barruntar una reconciliación anticipada. A esto mismo parece aludir el pasaje de El principio esperanza en el que Bloch se refiere a la Sinfonía fantástica, de Hector Berlioz. El regreso del tema en do mayor hacia el final del primer movimiento es "la felicidad, pero como algo inalcanzado, es la estrella, pero en la lejanía".
Adorno tituló "Progreso" un ensayo de sus últimos años. La elaboración de una teoría del progreso (otra categoría crucial del pensamiento adorniano) deriva en una crítica de él, tal como fue recibida de Hegel y Marx. Para hacerlo, Adorno recurre a La ciudad de Dios de san Agustín, en la que la idea de progreso está ligada a la redención por Cristo. Observa Adorno: "La grandeza de la doctrina agustiniana fue la del 'por primera vez'. Esta doctrina contiene todos los abismos de la idea de progreso e intenta controlarlos teóricamente. [...] San Agustín comprendió que la redención y la historia no son la una sin la otra ni están la una dentro de la otra, sino que están en una tensión". En el reciente Sobre la teoría de la historia y de la libertad, recién publicado también por Eterna Cadencia, aparece una formulación semejante: "No es posible decir exactamente qué debe representarse uno bajo el término 'progreso' [...] mientras que, pues, no puede ponerse en relación inmediata con ninguna tendencia real que cumpliría lo que promete la palabra 'progreso'". La esperanza hace equilibrio en la cuerda floja de esa tensión.
El mensaje en la botella de la filosofía del arte de Adorno se puede leer ya en su escrito Vers une musique informelle. La imaginación de lo no imaginado reúne filosofía y arte. O en sus propias palabras: "La figura de toda utopía artística hoy en día es hacer cosas de las que no sabemos lo que son".